viernes, 24 de enero de 2014

RELATOS DE MARIANO DE MEER


jueves, 23 de enero de 2014


Galería de espejos. Antología de micro relatos



LA SAL

            Te has reído. No estoy tan mayor como para no darme cuenta de las cosas. Lo he visto con mis propios ojos. Te has reído y, aparte de que me he mordido la lengua para no señalarte lo vieja que te hace esa sonrisa, te he entregado el recipiente sin poder apartar la vista de él. Sin embargo, tú no has podido callarte. Esta vez no era otro de tus consejos. Simplemente, nunca te había devuelto un favor tan rápidamente. No tenías que haberte molestado, has dicho, mientras recogías el paquete de sal gorda que me habías ofrecido generosamente el día anterior, a la hora de la cena. Somos buenas vecinas pero ambas sabemos que cuando se cierra la puerta de nuestras casas comenzamos a despellejarnos mutuamente. Así ha sido siempre: una sonrisa, un piropo y un par de besos nada más encontrarnos; un rostro concentrado, unos ojos irritables y pensamientos vengativos en el mismo momento en el que nos despedimos hasta que nos volvamos a ver. Y eso no es difícil, porque vivimos puerta con puerta desde siempre.
            Te has reído pero yo me reiré más mañana, cuando no seas tú quien me llame para pedirme sal, cebollas, unos ajos o cualquier otra cosa porque ya no tendrás fuerzas para salir de casa. Y eso solamente será el principio. Después, y en este orden, según había leído yo en internet mientras elaboraba el preparado y lo extendía por el recipiente para la sal que te había pedido,  las náuseas, el vómito, la fiebre, las alucinaciones y la parálisis que acabaría interrumpiendo los movimientos de tu corazón. Alguna vez te había comentado lo poco saludable que había considerado siempre tu empeño por echarle sal a todo. Algún día ese hábito te acabará matando, había llegado a decirte. Mañana se confirmará que no me equivocaba. Las buenas vecinas procuran darse buenos consejos. No he podido evitar sonreír cuando he tenido este pensamiento delante del espejito del pasillo. Me he dado cuenta de lo vieja que me hace esta sonrisa y de que tú no has dicho nada hace un momento callándote un comentario que seguramente te morías por hacer.
            También me he dado cuenta, durante la cena, mientras aliñaba a mi gusto la ensalada, de que no recuerdo si he sido yo la que te he devuelto la sal o si ha sido al revés.

sábado, 4 de enero de 2014


A veces la verdad está oculta tras los pliegues de una prenda inocente


LA TIJERA DE ORO

I

            -Es hora de recoger. Vamos, se hace tarde. –Caía ya la noche sobre una ciudad que vivía en un continuo bostezo.
            -¿Crees que volveremos a abrir? –La pregunta flotaba en el aire y la mujer a la que iba dirigida la recogía al vuelo, imperturbable.
            -Lo dudo mucho, hijo. –El hombre paseó entre armarios y estantes una mirada teñida de melancolía mientras su madre, de negro riguroso, sentenciaba inexpresiva.- Cuando las cajas se almacenan y el género se guarda, no es bueno volver a menearlo. Ocurre como con los malos recuerdos: nunca has de desempolvarlos, pues con el tiempo se vuelven en tu contra.
            -Te olvidas el cartel de la puerta, mamá. -Recordaba el joven.
            -Es pronto para colocarlo. –Se resistía la señora.
            -Pero la gente…
            -Esta ciudad es pequeña, Jorge. –La viuda no evitó una mueca de desagrado.- A estas alturas ya todo el mundo sabe lo ocurrido. Además, no me gusta esa palabra. Me produce escalofríos.

            Dieron dos vueltas a la llave y se sumergieron en un coso apagado, callado, ajeno a la desgracia, como a todo sentimiento de sus moradores. Dentro de la tienda, el cartel de “Cerrado por defunción” quedaba olvidado sobre el mostrador. Junto a él, un montón de tiques de compra se apilaban bajo un rollo de celo que hacía las veces de pisapapeles. El primero de esos recibos revelaba una fecha que era la misma del fallecimiento del dueño del negocio. Allí, junto a los caracteres semiborrados del trozo de papel, con bolígrafo y de su puño y letra, el desaparecido vendedor había apuntado un nombre y una palabra entre paréntesis. El nombre correspondía al de un cliente, el último comprador que había sido atendido en la tienda de ropa. La palabra encerrada entre paréntesis no podía presagiar nada malo. ¿Qué había más inocente que la ilusión, la sorpresa y los buenos sentimientos que acompañan siempre a un regalo de cumpleaños?


II

            -Llamo para denunciar la desaparición de un hombre. Se trata de mi tío. Han pasado siete días y estamos preocupados. –La voz era fría, neutra, y su tono no iba a abandonar tales pinceladas anímicas durante toda la conversación telefónica.- Vivía solo, sí. Los domingos solía comer con nosotros pero no se presentó en casa. Ya lo había hecho otras veces. No, lo de no dar señales de vida durante algunos días. Porque no había fallado un domingo desde que se puso farruco y se fue a vivir solo hará un par de años. Para él el domingo era sagrado. Era el único día que veía a su nieta y eso no se lo perdía por nada del mundo. Setenta y un años. Sesenta no, setenta. Viudo, sí. Mi tía falleció hace más de diez años. ¿De cabeza? Mucho mejor que usted y que yo.
            No tengo ni idea de dónde ha podido meterse. No, móvil no tenía. Y mira que le insistíamos. Mi mujer tuvo una pelotera increíble por ese tema y no volvimos a mencionárselo. Allá él. En su casa no está, no. Claro que lo he comprobado, ¿qué se cree? No, perdone, yo estoy muy calmado. ¿La última vez que lo vimos? Mi esposa asegura que se lo encontró en el Bar Oscense a las diez y media o cosa así. De la mañana. A esa hora de la noche no está mi señora zascandileando por las calles, ¿sabe? Vestía normal, qué sé yo. Vaqueros azules, camisa a rayas y una chaqueta de pana. Verde. No, beige. Estaba solo, sí. Mi tío siempre está solo. Una bolsa de una tienda. Es inútil, no se acuerda. ¿De ropa? Puede ser. El coso está plagado de tiendas de esas. No será fácil que lo encuentre. Vale, vale, no me meto en su investigación. ¿Quiere que se ponga Rosa y se lo confirma? ¿Cómo? No me diga que hay que ir hasta allí para cursar una denuncia. Ya sé dónde está, no se preocupe. Hasta el Eroski, prácticamente. No, si no me quejo. Solamente digo que no entiendo entonces para qué me he tirado un cuarto de hora colgado del teléfono. –La frialdad y la indignación se jugaron a piedra, papel o tijera quién se encargaría de colgar el aparato. Ganó la partida esta última, como atestiguaban las últimas palabras pronunciadas por el denunciante y recibidas por el agente de policía Ignacio Sorribas, al que no sentó muy bien esa noche la cena.





III

            -¡Abuelo! Ya estoy en casa.
            El muchacho traía un paquete en una bolsa que orilló frente al aparador de la sala de estar para darle un beso a la señora de la casa.
            -¡Vamos, Ramón, que tu nieto te ha traído una sorpresa! –Se mostraba cariñosa la anciana y pellizcaba los mofletes del joven que acababa de venir de la calle.
            -Calle abuela.- Reprendía con fingida molestia el muchacho.- Seguro que ya le ha dicho algo.
            -No puedo guardar un secreto durante tantos días. –Se justificaba sin dejar de sonreír la anciana.- Lo siento mucho, cariño. De todas formas él ya sabe que nunca olvidas su cumpleaños. ¡Ramón! Este hombre es un caso. Lleva unos días un poco raro, como destemplado.- Un brote de preocupación se asomaba al rostro de la abuela, aunque enseguida fue ahogado por una simpática sonrisa.- Este hombre es un caso, sí. ¿Se puede saber a qué esperas? Bueno, como quien oye llover. ¿Y tú que cuentas, chico?
            -Nada nuevo.- Resoplaba, aburrido, el muchacho.- Sigo ahorrando para largarme un año por ahí. En cuanto termine el contrato con el periódico me voy de corresponsal. En esta ciudad no pasa nunca nada. Un colega de la redacción dice que Huesca es una gigantesca fotocopiadora que enchufan en Noche Vieja. Hace una copia del año que termina y no hacemos sino vivir las mismas cosas todo el año siguiente.
            -¡Qué cosas más raras decís los periodistas! –Cambió el tono desenfadado la buena mujer para pronunciar la siguiente frase.- De todas formas, ya te habrás enterado de lo de La tijera de Oro.
            -Sí, abuela. Esas cosas nunca pasan desapercibidas. Además, trabajo en la prensa…
            -Es verdad, hijo. ¿Y cómo ha sido?
            -Era ya muy mayor.- No pudo reprimir el nieto escanear el aspecto exterior de su queridísima abuela y establecer una comparación desafortunada.- Es curioso que me hables de la tienda, porque fue precisamente allí donde compré el regalo para el abuelo. Si me hubiera retrasado un día más en la compra me habría tenido que buscar otra tienda y otro regalo.
            -Y hubiera sido una pena, porque tu abuelo ha comprado allí toda su vida. Y ya cumple setenta y cinco años.- Constataba, orgullosa, su adorada esposa.
            -Setenta y seis.- El abuelo Ramón aparecía por fin en el comedor y se aproximaba a su nieto sin evitar mirar de reojo aquel paquete envuelto en una caja rígida que estaba en el interior de una bolsa blanca de plástico con unas enormes tijeras impresas en ella.

IV

            -Sé que no es el mejor momento para ustedes, pero su colaboración nos serviría de gran ayuda en nuestra investigación.
            El policía había recorrido todas las tiendas del Coso Alto y el Coso Bajo, Correría y calle Padre Huesca, plaza Concepción Arenal e incluso calle Zaragoza, en busca de alguna pista sobre el paradero del anciano desaparecido. El tal Julián Sanz llevaba nueve días en paradero desconocido y sus familiares más cercanos, que habían interpuesto la denuncia, lo creían muerto y tirado a un contenedor. Ni que pudieran darse en la ciudad ese tipo de crímenes de reportaje televisivo. Nadie parecía haber visto al señor Sanz y ni siquiera el camarero del Oscense recordaba qué llevaba encima o cuál había sido la dirección que había tomado tras dejar a deber la cuenta. Era un cliente, un moroso y un desagradecido habitual del bar, según palabras del dueño del establecimiento.
            Estaba ya a punto de desesperar el agente Sorribas cuando una conversación entre dos señoras en la terraza del Apolo lo sacó de su derrotismo y lo catapultó hasta la vivienda del difunto dueño de La Tijera de Oro. El comercio llevaba cerrado desde el triste suceso y no había siquiera un letrero y un esperable “disculpen las molestias” sobre la puerta del local. Por eso había pasado de largo el agente de policía, que desconocía igualmente el hecho luctuoso.
            Para alivio del policía, la familia no puso objeción alguna a la “visita informal” que propuso realizar al conocido establecimiento local, sito en el Coso Bajo de la ciudad. A regañadientes, se ha de constatar, el hijo menor del difunto acompañó al agente Sorribas en su registro. Después de revisar cajones pesados de buena madera, tarimas y armarios, baldas, lejas y estantes, con la inestimable ayuda de una escalera a la que le hacía falta un buen engrasado, el policía inspeccionó con suma atención una pila de recibos y tiques de los que rescató únicamente dos. Ambos papelitos correspondían a las fechas comprendidas entre la supuesta desaparición del señor Sanz y la última de las compras efectuadas en la tienda, precisamente unas horas antes de la muerte del dueño del establecimiento.
            -¿Falta algún recibo o factura en la tienda? –Preguntó el policía al muchacho.
            -No lo creo. –Respondió tajante.- Aquí solamente entraba mi padre y hacía años que nadie trabajaba con él. Sus hijos habíamos dejado de venir para echarle una mano. Ciertamente, no hacía falta. Apenas tenía clientes. El negocio solamente se tenía en pie por la tozudez de mi padre.
            -Lo digo porque no he encontrado más que dos ventas realizadas en cuatro días, desde el lunes de la semana pasada hasta el jueves en el que… -Buscaba el policía una manera de suavizar sus palabras.- Bueno, el jueves que cerró la tienda. Se hicieron dos compras. Unos pañuelos de tela y un pijama de caballero.
            -Si es lo que dicen los papeles, es eso lo que ocurrió. –No se sentía a gusto el joven en la tienda de su padre.- ¿Nos vamos ya?
            -Desde luego. Gracias por todo, caballero.
            El policía salió de la tienda y el joven desapareció unos segundos en su interior para reaparecer en la puerta y colgar esta vez el cartel de cierre del negocio. Él estaba convencido de que no habría nunca un segundo cartel anunciando la reapertura.

V

            -¿Es que no te ha gustado el regalo? Estoy convencida de que si no te está bien nos lo pueden arreglar en cualquier otra tienda. –La impaciencia volvía a desfigurar el apacible rostro de la anciana.
            -Desde luego no lo podemos cambiar o devolver, abuela, porque La Tijera de Oro ya no… -No había una manera delicada de expresar tal realidad.
            -¡Qué lástima! –Dijo lánguidamente la anciana.
            -Sí. Es una pena. –Apostilló su nieto.
            Por fin el abuelo Ramón se dejó ver en el marco de la puerta. Pero no se acercó. Se quedó allí, pálido, con los ojos bien abiertos y los brazos rígidos. Acababa de probarse el pijama de caballero que su encantador nieto le había comprado en su tienda de toda la vida, a la que le llevara su padre por primera vez cuando no era más que un crío. La prenda de vestir, junto a las marcas propias del doblado de la caja en la que venía envuelta, mostraba ostensibles chorretones de un líquido reseco, de un color morado tirando a marrón o marrón tirando a morado, y que caían desde el lateral izquierdo de la prenda superior y resbalaban por toda la pernera del pantalón. Era sangre. Mucha sangre.
            En ese momento la esposa de don Ramón Oliván se desvanecía y los reflejos de su querido nieto evitaban un golpe contra la mesa del comedor. En esos mismos instantes unos nudillos golpeaban con fuerza la puerta del domicilio del matrimonio de edad avanzada, y la voz de un agente de policía solicitaba que se le abriera la puerta. También en ese momento el señor Oliván, enfundado en el regalo de su setenta y seis cumpleaños, buscó una silla en donde desplomarse y, con el abatimiento surcando sus ajadas facciones, empezó a contarle a su atemorizado nieto lo que esa noche iba a verse obligado a repetir ante el agente de policía Ignacio Sorribas y un abogado criminalista que llegaría esa misma tarde desde Zaragoza. Esta primera relación del señor Oliván, aunque más pasional y espontánea, no estuvo exenta de interrupciones, gritos, desvanecimientos, portazos y recaídas. No obstante, la declaración oficial de la noche recogería, fríamente, datos, nombres, hechos en definitiva. Esta segunda narración fue la que se transcribió íntegramente en el Periódico del Altoaragón el mismo día en que uno de sus trabajadores de plantilla se despidió para siempre y tomó un vuelo para no regresar jamás a la ciudad.

VI

            La sangre del pijama correspondía al desaparecido Julián Sanz, cuyo cuerpo se ocultaba bajo una trampilla camuflada en la trastienda del establecimiento de ropa. El tal Sanz, y el detenido y presunto asesino Ramón Oliván, habían sido socios hacía treinta años junto al recientemente fallecido Frutos Bernués, cuando este aún no había heredado el negocio de ropa y confección conocido como La Tijera de Oro. La cosa no salió bien y los tres antiguos amigos terminaron tirándose los trastos a la cabeza. Años después, Bernués y Oliván habían olvidado sus rencillas y, aunque ocasionalmente, todavía se encontraban para recordar juntos tiempos mejores.
            Pero Sanz vivía en el rencor y su soledad alimentaba un odio que cristalizó el lunes que, tras un carajillo en el Oscense, descubrió en la puerta de la popular tienda de ropa a sus antiguos socios charlando alegremente. Enfurecido y avivado en su insano resquemor por su camaradería hipócrita, entró en el establecimiento y se empeñó en comprar lo primero que vio en la estantería: unos pañuelos. Pagó, insultó y se fue. Volvió al bar y tomó otro carajillo. Más envalentonado, regresó al negocio e insistió ante sus dos antiguos socios, que aún seguían en la tienda, en probarse un pijama, el más elegante que tuviera, con el único objetivo de hacerles pasar a ambos un rato más que incómodo.
            En el interior del probador y ya fuera, junto al mostrador, no dejó Sanz de insultar, increpar a los dos hombres y arrojarles a la cara años y años de hiel abrasadora. Fue mordaz con don Ramón, quien, en un arrebato fatal, agarró unas tijeras repujadas en pan de oro que decoraban el mostrador y las clavó en el pecho al hombre que vestía todavía el pijama de elegante factura. Julián Sanz murió desangrado.
            Los dos hombres escondieron el cadáver y al bueno de don Frutos no se le ocurrió otra manera de deshacerse de la prenda que colocarla de nuevo en su caja. Cuando, tres días más tarde, el jueves de esa misma semana, un joven viniera en busca de un pijama para regalar a una persona mayor, el despiste, la fatalidad y las dudas e inquietudes acumuladas en esos días por el dueño de la tienda le empujaron a vender precisamente aquella funesta prenda y no otra. Horas más tarde fallecía de un ataque al corazón el vendedor. Días después se desempaquetaba en el domicilio de don Ramón Oliván el último producto adquirido en una tienda que, inevitablemente, llevaría asociada a su historia y a su nombre el mismo objeto que había sido arma homicida de semejante crimen.
            No pudo encontrarse entonces el objeto en cuestión hasta que, meses más tarde, desmontando el soporte sobre el que se anunciaba el nombre del establecimiento, que había adquirido a un precio irrisorio una todopoderosa empresa de telefonía móvil, el brillo de unas tijeras llamó la atención del operario. Siguiendo la huella exacta del dibujo que remataba el letrero que había permanecido inalterable más de sesenta años, unas tijeras contemplaban, bañadas en oro y sangre, el lento transcurrir de los días idénticos unos a otros entre aquella cuidad sumida en un largo y profundo letargo.

FIN

domingo, 15 de diciembre de 2013


¿A quién no le han molestado alguna vez los ruidos y el escándalo que viene de la calle?



AQUÍ NO HAY QUIEN PUEDA DESCANSAR

            -No lo soporto más. Voy a salir y soltarles cuatro verdades a esos niñatos.
            -Cálmate, querido. No harás ninguna tontería. Será mejor que te tranquilices.
            -¿Es que no se marcharán nunca?
            -Convendría que tuvieras paciencia. No podemos hacer nada.

            Hablaban los dos susurrando, como llevaban haciendo desde que se mudaron a aquella zona de la ciudad. El hombre no se lo podía creer. ¿Cómo era posible que un barrio tan tranquilo como este permitiera semejante atropello? Aquellos adolescentes habían convertido el vecindario en una sala de fiestas y no tenían ningún derecho. Al menos ellos, pensaba él mientras su mujer trataba de serenarlo, vivían en una zona más apartada, en mejores condiciones que los de la zona este. Esos sí que no tenían espacio. Allí los pisos eran muy pequeños y las condiciones miserables. Sin embargo, en la zona este tenían las mismas zonas verdes y disfrutaban de los mismos espacios de jardín. Y ahora les estaban ocupando esos maravillosos exteriores una bandada de aves de rapiña que destrozaban el césped, machacaban a todo el mundo con su música y molestaban a todos con sus gritos y carcajadas fabricadas con alcohol.

            Para él siempre había sido difícil aceptar su cambio de residencia. Ella ya llevaba allí una temporada y supo esperar con paciencia hasta que él estuvo listo. La mujer, cuando lo vio aparecer hacía una semana, creía que nada iba a empañar su felicidad. No obstante, su marido comenzó a comportarse de un modo extraño. No hacía más que quejarse, lamentarse de estar allí, pagarla con su hogar y con los cambios. Ponerse a gritar como un histérico y emprenderla contra esos alegres aunque  bulliciosos jovencitos fue la manera de dejar bien claro que no estaba a gusto allí, con ella. Era su forma de rebelarse contra su situación. La mujer no entendía cómo se podía ser tan cabezota. A ella no le costó tanto cuando se mudó, tiempo atrás. También era verdad que entonces ninguna pandilla de maleducados se había atrevido a pisar su cuidado jardín para llenar de gritos y calimocho los alrededores de sus viviendas. Pero a los adolescentes no les quedaba ningún parque, ninguna urbanización, ningún solar o descampado en toda la ciudad para pasárselo bien sin tener que pagar una millonada por cada copa. Por eso habían elegido hacer el botellón delante de sus mismas narices y por eso su marido estaba hecho una furia.

            -Mira, cariño, ya no aguanto más. Voy a salir para hablar con ellos. No voy a montar ningún número. Solamente quiero invitarles amablemente a que se marchen.
            -Haz el favor de dejarlo ya, cielo. Sabes que no puedes hacer eso. Será mejor que te olvides de ello y tengamos la fiesta en paz.
            -¿Cómo puedes estar tan tranquila? ¿Es que nadie en este maldito lugar va a atreverse a hablar con unos cuantos adolescentes?
           
            La mujer lo mira con dulzura pero su gesto no disimula cierta dureza. Él no ha dejado de notar esa intención y espera que ella conteste con sinceridad. Las palabras de su esposa caerán como una losa sobre su lecho. No es la primera vez que las escucha ni será la última, porque tampoco esta noche está preparado para aceptar la verdad.
            -Nadie va a hacer nada porque todos nuestros vecinos, tú y yo y todos los que residimos en este barrio estamos muertos. A ver si se te mete ya en la cabeza. Este es el cementerio de la ciudad y llevas aquí los días suficientes como para que te hagas a la idea.
            Afuera, entre la música ensordecedora y las voces de los más gallitos, una chica asustadiza ha creído oír unas voces junto a los nichos del sector 6. Sus amigas estallan en un ataque de risa y su novio se tapa la cabeza con su cazadora, aúlla con voz ahuecada y da vueltas alrededor de la muchacha, derramando por completo su cubata. La chica daría lo que fuera por no estar allí, en ese espantoso lugar. Pueden reírse y burlarse todo lo que quieran, pero ella está convencida de que ha oído a alguien que se quejaba de que no le dejasen descansar y también tiene muy claro que no van a traerla otra vez allí. Allí no vuelve ni muerta.

miércoles, 11 de diciembre de 2013


A veces un pequeño detalle puede operar el milagro y cambiar una vida, aunque parezca imposible.



OTRO CUENTO DE NAVIDAD


            La calle está atiborrada de gente. La zapatería, la tienda de juguetes, la de ropa, el quiosco de la esquina y hasta las cuatro maderas que atrincheran a la vendedora de castañas. El niño menudo abre los ojos ante una enésima versión del juego de siempre de laPlay Station, mientras su padre se esfuerza por cerrárselos a toda costa. La niña mimada no le quita el ojo a la niña repelente que salía del probador con una falda desdoblada y que –parece– va a dejar entre un montón de ropa que no se llevará. El pequeño de dos años coge con gracia un peluche morado, mientras el de cinco, que ya hace tres años abandonó ese comportamiento tan infantil, estudia el mecanismo de un circuito de carreras.
            En esta noche del año nadie está desocupado. Siempre hay una cena que terminar de preparar, un regalo por encargar, algo, lo que sea, por lo que hay que esforzarse para no olvidar. En esa noche las parejas emparejan aún más sus manos, los saludos sonsobreactuadamente efusivos y las sonrisas duran más de la cuenta, según el sistema métrico de la cortesía, de dudosa exactitud. En esta noche hay comportamientos que en cualquier otra serían inadmisibles. Los transeúntes hacen de todo menos transitar. Se paran en cualquier escaparate y obstruyen a otros viandantes que tienen que dejar su vía para evitar atropellos. Los agentes de policía no persiguen a nadie y no intervienen. Están ahí, a sus cosas. Ellos sabrán. Y en los hospitales los pacientes escupen a los cuatro vientos su impaciencia porque no llega, porque no viene y porque no hay derecho a que no se recibiera el alta.
            La ciudad entera está vuelta del revés y tan afanada en vivir una noche distinta a todas las noches que se olvida de alguna de sus almas, con su remolque de experiencias y su carga de sentimientos. A esa alma vamos a llamarla Señor Opaco. Todos los sentimientos, pesares, alegrías o tristezas que soporta los vamos a conocer muy pronto… Si nos deja.

            El señor Opaco lleva un abrigo negro, de un negro muy negro. No usa guantes ni bufanda, pero sí una boina elegante. De color negro, evidentemente. Ha salido bien pertrechado de su casa y no tiene pizca de frío. Su mujer está preparando la cena y él le ha dicho que había algo que tenía que hacer. Enseguida se le ha iluminado la cara a su esposa, mientras miraba de soslayo a su pequeña de diez años que estaba entretenida con una muñeca. ¡Claro, qué tonta! Ve, ve, –le ha dicho– y ahí está, en la calle, justo doblando la caseta de la vendedora de castañas. Si hubiera pedido un cucurucho se habría dado cuenta de lo frías que estaban. La mujer había perdido la pala de mano que usa para sacarlas del fuego y solo el contacto de sus manos congeladas con las castañas recién asadas les arrebata todo su calor. Porque hace mucho frío, aunque al señor Opaco no le afecte lo más mínimo. Lleva un buen abrigo. Un abrigo negro. El frío que desprenden las castañas o el que contagia la misma vendedora no lo atraviesa. Apenas lo roza. Él sigue caminando.

            -¿Podría usted dejarme pasar?
            -¿Perdón?
            -Está impidiendo que entre en la tienda, y necesito…
            Un señor calvo, con gafas y una frente sudorosa, que lleva no sabemos cuántas cajas encima está delante del señor Opaco, y este no hace nada por apartarse. Lo está mirando y lee “cuidado: fracasado” en cada una de esas cajas. No se lee en su frente, a lo mejor porque el sudor ha hecho correr la tinta. Ese individuo con esas maneras de libro de gramática inglesa está desperdiciando su vida. Posiblemente no soñó con esto veinte años antes. Su mundo se encierra ahora en una inmensa caja de cartón. Quizá tirando un poco de esta parte…
            -¿Se puede saber qué…?
            -Creo que se le ha caído una caja. Bueno, dos. Tres…
            Una tras otra caen a plomo en mitad de la acera hasta ocho cajas. La más grande sobre un perrillo que casi muere del susto. El señor Opaco se sonríe por la travesura. El tipo se ha quedado con cara de memo. Aunque no sabría decir si la cara de memo la traía puesta antes de perder el cargamento. Con el incidente, el señor Opaco se ha acalorado un poco. Se desabrocha un botón del abrigo. Una chiquilla pasa corriendo a su lado. Se detiene a unos pasos de él. Busca algo. Llama a sus padres. Su hermano también ayudará en la búsqueda. El señor Opaco se detiene ante el semáforo. En el borde de la acera brilla una pulsera roja con un fino hilo color dorado. Es mayor para agacharse a recogerla. No es que sea un vejo. Al contrario, incluso ofrece un aspecto atlético. Pero agacharse así, de sopetón, no es un ejercicio recomendable. El ambiente es frío y, aunque él personalmente no lo note, sus músculos sí se iban a resentir. El semáforo cambia de color. Lo único que queda rojo en el paso de peatones es ese accesorio brillante que ya nunca volverá a adornar la muñeca de una preciosa y consternada niña de ocho años a la que costará esta noche enjuagar sus lágrimas.
           
            Para llegar a la Costanilla del Relincho hay que atravesar todavía parte del ensanche de la ciudad. No está lejos, pero el paseo ya se está haciendo un poco pesado. Otra noche del año no habría tantísimo ajetreo por las calles. Los niños han crecido esta noche como hongos, y el orden de los viandantes se ha modificado enormemente. De hecho no hay orden alguno. Por eso es dificultoso andar por las aceras, cruzar las calles y caminar despreocupadamente. Y no hay que olvidar que todos los comercios están abiertos. Y no solo abiertos. Están llenos de gente. Los vendedores se confunden con los compradores y los compradores con los peatones. Los peatones, a su vez, entran en las tiendas y salen de ellas, cuando no saludan a los conductores, que llegan incluso a parar en doble o triple fila para que la conversación fluya como no lo hace el tráfico. Hoy todo el mundo tiene un afán ridículo de hacerse el simpático con todo el mundo. La amabilidad sobrevuela la ciudad. Y la dichosa callecita no acaba de aparecer. Sí, hay mucha, muchísima gente en las calles. Pero eso no es lo que más molesta al señor Opaco.

            Por cada alma que ocupa, viene, va y se para y vuelve a ponerse en marcha, por cada cuerpo que adelanta, se retrasa, vuelve a rebasar y frena en seco ante cada escaparate hay una boca, unos labios de los que sale un gorgoteo de sonidos incomprensibles, un murmullo que no llega a hacerse frase, un balbuceo incalificable, ruido, en definitiva, ruido que es rumiar y masticar sin escupir nada coherente. El señor Opaco podría adivinar qué hay detrás de esos sonidos. Si tuviera algún interés en hacerlo. Si no le molestara hacer ese pequeño esfuerzo.
            -Qué bien le quedará…
            -Grande. Sublime…
            -Mi pobre… Se me ocurrirá algo. Seguro…
            -Uno menos. La lista se reduce...
            -Nada, nada. Siga usted...
            -Cuando quieras. Mi mujer, encantada.
            -Bombones. No. Pastelitos…
            -Pobrecito. Sí, muy triste.
            Los metros de acera iban dejando atrás a una joven prometida, con su ilusión tirando dulcemente de ella. Al doblar una esquina, un padre con el pensamiento en sus niños y en su boca abierta cuando contemplaran los regalos. Más arriba, al comenzar la cuesta, junto a la mercería, la señora de la casa y el postre que cerraría una cena maravillosa. Y más y más historias. Y un sentimiento de lástima y comprensión que hace vibrar corazones y un saludo y una invitación sincera. Ahí juntas, frente a la pastelería.
            Un rinconcito de cada corazón se iluminaba en esta noche mágica, pues hoy la calle podía haber sufrido un apagón en todo el alumbrado y nada habría cambiado,  porque esas idas y venidas despedían ráfagas de luces que se contagiaban unas a otras. Sin embargo, donde un sentimiento gozoso nacía, una mueca de fastidio, un mohín despreciativo, un gesto torcido y una mirada inquieta a su reloj de pulsera ahogaban las risas de la nueva criatura. El señor Opaco se estaba impacientando. Con tanto ruido ininteligible y muecas y aspavientos y tanto imbécil suelto, iba a llegar tarde. Y no quería echar por tierra su reputación de impecable puntualidad y caballeroso dominio del tiempo. En cuanto se terminara la cuesta, todo aquel mundo se habría quedado atrás. Tan solo unos metros y el silencio, el único lenguaje que en realidad comprendía, lo envolvería en su manto negro como la noche, como una noche cualquiera. Negro como el abrigo que volvía a abotonarse al sentir un viento sin murmullos.

            ¿Silencio? ¿Soledad? Casi podría decirse que no había gente. Desde luego no había gente pisándose unos a otros, hablando de una acera a la de enfrente, pensando en voz alta y en voz alta pidiendo paso, este o aquel regalo, o un taxi que los llevaran aprisa a sus hogares. Pero decir que había silencio, lo que se dice silencio… Al final de la cuesta empedrada había una plaza, y en la plaza una fuente con un amorcillo manco y un tubo oxidado que salía de su boca, del que casi nadie recordaba haber visto que manara agua nunca. Las palomas habían extendido no se sabe cuántas capas de pintura sobre él. La fuente era octogonal, y el borde estaba muy desgastado. Al lado de la fuente, haciendo guardia, un pino enclenque se inclinaba hacia el angelote como si lo consolara, y cada año se retorcía más y más. Como si el pobre angelillo necesitase cada vez más palabras de consuelo. O simplemente se hacía más y más sordo con los años.
           
            En fin. Ya está aquí el señor Opaco. El trayecto está llegando a su fin. Lo demás lo tiene memorizado. Cruzar la plaza dejando atrás la fuente y llamar al telefonillo del edificio 6. Arreglarse el abrigo, entrar en el ascensor y marcar el número 3. Avanzar un trecho por el pasillo. Tocar el timbre. Sonreír. Quitarse el abrigo y dejarlo en el armario. Quitarse también un beso y posarlo sobre las mejillas de la otra. Revolcarse en un catre con sábanas de mentiras y marcharse oliendo a un perfume que el abrigo retendrá todavía un tiempo, escuchando de fondo música de llantos y arrepentimientos.
            Pero no esta noche. No precisamente esta noche. Porque el señor Opaco, antes de rebasar el angelito de piedra, descubre un sollozo acompasado en uno de los ángulos del la fuente. Es un niño. Junto a él, inclinándose sobre el desconsolado que llora, otro niño. El primer niño no llega a los diez años. El segundo es más pequeño. Es evidente que son hermanos. No van mal vestidos ni sucios. No son criaturas dejadas de las manos de Dios que holgazanean por las calles. El pequeño, de pie, mira sorprendido al hermano quien, derrumbado, no puede ni hablar, ni incorporarse, ni levantar el rostro. Con paciencia ilimitada, el hermano pequeño espera una mirada del mayor, para comunicarse con él, aunque no sea con palabras. No es el único que espera. El señor Opaco sigue ahí, en el mismo ángulo de la fuente, con sus pantalones de pinzas rozando el borde desvaído y oxidado. Si se hubiera tratado de dos niños harapientos ya se habría marchado hacía tiempo. Pero los chiquillos están bien peinados, llevan buenas ropas –el reloj del mayor es de muy bella factura–  y se adivinan modales de familia bien. Sus padres deben vivir allí mismo. Extrañado e intrigado, el señor Opaco no abandona la escena. Se queda allí, junto a las criaturas y al ángel de piedra. Ahí. A la espera. Por fin, una conversación.
            -No estoy llorando.
            -Sí lloras. ¿Por qué?
            -Estoy triste. ¿Tú no?
            -Sí, pero no lloro. ¿Sabes por qué?
            -Me lo vas a decir…
            -Porque vamos a cuidar de mamá. Porque ella no va a sentirse mal nunca más. Porque tú y yo vamos a portarnos bien y mamá no va a estar triste tampoco.
            -Ya sé que vamos a estar bien con mamá. Ella no me preocupa. Bueno, un poco. Y tú y yo vamos a ser buenos y estar bien.
            -Entonces… ¿Es por papá?
            -Sí.
            -Mamá es fuerte. La ayudaremos aunque no esté papá. Y nosotros haremos lo que no pueda ella. También somos fuertes.
            -No va por ahí. A mí quien me preocupa es papá. Papá ya nunca va a ser feliz. Estoy triste por papá.

            El niño mira a su hermano con lágrimas en los ojos y sufre con cada sílaba que está pronunciando. Ahora el más pequeño se pone también a llorar. Va a desplomarse. El mayor lo coge con ambas manos y se lleva el antebrazo a la cara. El otro lo imita. Esconden las lágrimas. Les queda infancia para jugar al escondite sin que mamá se entere.

            Es tarde. Han bajado a por unas castañas asadas y mamá se va a preocupar. A lo mejor ya ha venido ese señor de traje oscuro que la visita últimamente y que siempre la deja envuelta en lágrimas. Además, las castañas ya tienen que estar congeladas. Van a cruzar la calle. Antes de entrar en el bloque ven una silueta negra, de un color negro muy negro que abandona la plaza a toda velocidad. Antes de que desaparezca su imagen, un pañuelo blanco pegado a su rostro parece decirles adiós, mientras baja la Costanilla del Relincho en dirección a su casa, en dirección a su mujer y a su niña. Aunque no se quitase el grueso abrigo negro, podríamos ver por primera vez, como a través de un cristal, un sentimiento que no sería descabellado calificar de humano. Y el pañuelo que vuelve a su bolsillo, ciertamente, está cubierto de lágrimas. 
           

domingo, 17 de noviembre de 2013


El problema de la sociedad actual es la falta de comunicación



DISCULPE, ¿HABLO CON EL TITULAR DE LA LÍNEA?

            Acaba de levantarse. Ha ido al servicio. El camarero del Flor me ha hecho un guiño y he sonreído, mirando a mi alrededor absolutamente satisfecho. Me he servido más Somontano. Desde luego, el vino contribuye a que mi sonrisa sea incapaz de desdibujarse de mi rostro. Su voz todavía no quiere abandonar mi mente y se enrosca en mis oídos suave y delicadamente, tan dulcemente que no me va a hacer falta pedir postre. Cuando vuelva pienso atreverme a pedirle el teléfono y a insinuar que me encantaría que me acompañara a ver la última de Woody Allen a los Multicines.
            Ha vuelto a sentarse y me encanta cómo se coloca la servilleta sobre su falda. Es una preciosidad y su acento va a volverme loco. Ha pedido un café bombón y el cumplido no he podido callármelo. Le ha encantado y se ha ruborizado. Es el momento de atacar. Nuestra historia, si todo va bien, será para grabarla y reproducirla una y otra vez. Antes de la proposición que voy a hacerle, toda nuestra aventura se repite en mi interior. Es de película. El guión, de lo más simple.
            Chico está aburrido en casa. Chico coge el teléfono. Chica llama para ofrecer condiciones inmejorables de su aparato de telefonía móvil. Chico escucha atentamente y acepta todo lo que ella dispone. Chico asalta con pregunta sorprendente. Chica reacciona encantada y ambos quedan para cenar el sábado siguiente. La cena es un éxito y solamente falta poner la guinda al pastel. Eso es lo que toca ahora. Allá voy.
            – ¿Me darás tu número de teléfono? Así estamos en contacto y te invito a al cine un día de estos. Tengo pensada una película que te va a encantar. –Ya está. Ya lo he dicho.
            –No puedo darte mi número porque no tengo teléfono móvil –dice, mientras clava en mi mano izquierda una uña azul. Tengo que dejar de leer a Bécquer, lo sé.
            – ¿Me tomas el pelo? ¡Si te dedicas a eso! –replico, apartando bruscamente mi mano de sus dedos afilados.
            –Ya ves. Estas son nuestras condiciones laborales. –Ella parece abatida. Sé que le gusto y tengo que luchar. Me levanto y le hablo apasionadamente.
            -Vas a decirme quién te contrató e iré a hablar con él. La próxima vez que nos veamos tú tendrás un móvil de última generación y yo te escribiré los mensajes más hermosos que nunca hayas recibido.
            -Fue en una empresa de trabajo temporal. En la calle Zaragoza, me parece. Gracias. Me siento tan abochornada… -No ha terminado la frase porque ha huido a la velocidad de la banda ancha. Yo voy a pagar la cuenta y me iré a casa. Esto lo arreglo el mismo lunes.

            Lunes. Estoy en un banco orientado hacia ninguna parte en medio del Coso Alto. A mi derecha, un anciano en batería que suelen recoger cuando empieza a oscurecer. Lo he visto muchos días allí, solo o en compañía de otras personas mayores. A mi izquierda hay un macetero con una planta de no sé qué especie. No sé cuál es su fruto, pero dudo mucho de que deban florecer en ella vasos de plástico y cartones de tetra brick. Este es el famoso macetero contra el que se golpeó el paso de la Santa Cena en la procesión de Semana Santa. Desde entonces ha recuperado el nombre de Última Cena, porque ya no va a volver a salir el año que viene.
            Llevo aquí desde las dos de la tarde y no me quiero ir a casa. He perdido a la chica de mi vida, a mi media naranja, como dicen los cursis. La escena que he protagonizado esta mañana en la E.T.T. ha anulado todas mis esperanzas. Voy a quedarme aquí hasta que se me olvide todo. Todavía me martillea el alma aquella dichosa entrevista.
            –Disculpe, ¿es esta la empresa de trabajo temporal?
            –En efecto –dice un señor con bigote y cara de palo.
            –Entonces podrá atenderme –respondo esperanzado.
            –Tenía que haber venido unos minutos antes. Ya no trabajo aquí. Acaban de despedirme. Tendrá que acudir al nuevo o hablar directamente con la jefe de contrataciones, esa de ahí enfrente –dice, en voz baja, el señor de bigote. Me dirijo al caballero que está al mando y le pregunto por mi chica.
            –Lo siento mucho, joven –no se nota en absoluto ese sentimiento ni en sus gestos ni en sus palabras–, pero ya no estoy al mando de este departamento. Acaban de cambiarme de sección.

            Como me estaba volviendo loco, decidí marcharme y darme una vuelta por la ciudad hasta que he acabado sentándome en este banco. No puedo tirar la toalla y por eso he optado por una arriesgada maniobra. Voy a volver a llamar a la compañía telefónica para intentar preguntar por ella. Tengo que conseguir que me den su nombre y que me la pasen al teléfono. Ya he marcado.

            Tres horas después subo a casa derrotado. Llevo un menú del Burger King para ahogar mis penas en vacuno. Ahora dispongo de tarifa plana, van a instalarme el módem la semana que viene y tengo hasta tres paquetes de canales de televisión. Dispondré de internet en el móvil y me aplicarán un veinte por ciento de reducción en el precio los seis primeros meses. Sin embargo, no han hecho ni el amago de querer pasarme con ella. He perdido para siempre a la mujer que iba a hacerme feliz. No tengo novia, ni compromiso a la vista. Eso sí. Tengo un contrato de permanencia que me ata más que una hipoteca o que un matrimonio. Lo que faltaba. Se han vuelto a olvidar del ketchup.

viernes, 1 de noviembre de 2013


La gasolinera (Huesca es ya peatonal)



PEATONALIZACIÓN (V)   


            – ¿Qué estás haciendo, Pepa?
            –Terminando la de Camela. Me va a quedar casi mejor que la de Metálica. Creo que hoy la tendré lista.
            –Te está saliendo muy resultona. La verdad es que tienes un gusto... Se van a vender como rosquillas, cariño. Voy sacando la manta, si te parece. He pensado en dejar solamente las carátulas y no exponer ni bolsos ni collares ni abalorios.
            –Será lo mejor… ¡Escucha! Es el ruido de un motor. Este para, estoy segura, Paco.

            Si no llega a ser por los surtidores inconfundibles y el mono y la riñonera de aquellos dos individuos, el conductor del Renault Megane gris con bollo incorporado en la puerta del copiloto nunca hubiera detenido su vehículo en aquel lugar. Pero estaba desesperado. Nadie le había avisado de los nuevos cambios en la ciudad y, en un despiste fatal, se había colado por el centro de Huesca. Había sido imposible esquivar aquel macetero enorme porque le había despistado la escena que se había producido en la puerta de Mango. Una muchacha le gritaba a una anciana y hacía aspavientos para hacerse entender. Las dos mujeres intentaban separar dos carritos Mckinley que se habían quedado enganchados, mientras sus ocupantes observaban incrédulos el panorama. La anciana sacaba un papel rosáceo y pedía a gritos un bolígrafo con la intención de rellenar un parte amistoso de accidentes, mientras la jovencita intentaba atraer la atención de un empleado de la tienda de ropa que suficiente tenía con cargar con una veintena de bolsas y dar alcance a dos clientas que taconeaban excitadísimas. 
            Ahora, en aquella gasolinera solitaria, el golpe contra el macetero de piedra que siguió al choque frontal de los dos carritos de bebé, apenas preocupaba a su conductor. La gasolinera en la que se había detenido era tan siniestra que le había hecho olvidar de golpe y porrazo, nunca mejor dicho, el dineral que le pedirían en la chapistería por el arreglo de la puerta. La gasolinera tenía toda la pinta de las de las películas americanas en las que el coche averiado que siempre conducía una jovencita incauta sufría el tosco examen de un empleado que aseguraba que los recambios no llegarían hasta el día siguiente y que sugería a la muchacha buscar alojamiento en un hostal perdido en la carretera en donde se encontraría con un psicópata que le haría la vida imposible. El conductor del Megane se sacudió este pensamiento de la cabeza, con banda sonora incluida y, mientras salía del coche e indicaba al encargado que le llenara el depósito, recordó otra de las escenas que acababa de presenciar en el Coso.
            Nada más dejar las cuatro esquinas, conduciendo su coche a la mínima velocidad –de hecho un ciego con un bastón descontrolado, más parecido a un zahorí que a un invidente, le había sacado enorme ventaja antes de llegar a los juzgados–, había observado incrédulo cómo tres empleados de correos, con el uniforme amarillo de rigor, calzando unas zapatillas de marca y mostrando en sus uniformes unos dorsales con números enormes, le adelantaban sin pestañear. Entonces, el boquiabierto conductor pudo observar que en la espalda, impresas en su sudadera, aquellos empleados exhibían todas las carreras populares, medias maratones y carreras de cross en las que supuestamente habían participado. Tiempo después, cuando el Megane rebasaba por fin la iglesia de la Compañía, el conductor se encontró más solo que nunca. Todo eran bicicletas, peatones y carritos, algún furgón de reparto y grupos de corredores. Ningún otro vehículo se había aventurado a atravesar aquellas calles recién peatonalizadas y un sudor frío recorrió todo su cuerpo. Fue en ese momento cuando decidió hacer un alto y se dio de bruces con lo que parecía ser una gasolinera perdida en medio de la nada. Al menos lo habían atendido enseguida, habían sido educados y podía irse a casa por una calzada sobre la que otros coches como el suyo circularían sin ningún problema. Cuando iba a pagar y meterse en el coche para abandonar aquel lugar, la pareja que estaba al cargo del establecimiento se dirigió a él. Hablaron unos minutos y después de aquella conversación el dueño del Megane gris salió a escape y llegó a su casa tras acumular media docena de multas por velocidad, pues no perdonó ni uno solo de los radares fijos que atravesó.

            Todo había sucedido muy rápido. La mujer le había dicho al único cliente del día que si le gustaba la música. El otro encargado permanecía callado y escribía algo en un cuaderno enorme sobre el que apoyaba su cabeza. Ante el silencio del conductor del Megane, la señora había desplegado una sábana de tela sobre la que se amontonaban cientos de carátulas de discos de pop, rock y todas las tendencias musicales existentes. Aquella buena mujer aseguraba que las había pintado ella y que ella misma había cortado y configurado tales carcasas. Mientras su esposa vendía el curioso producto, el encargado había extraído su cabeza de las profundidades del cuaderno y había confirmado todas y cada una de las palabras de la parienta. Ahora se dejaba ver el contenido de aquellas hojas de cuaderno: eran sudokus y sopas de letras, crucigramas y todo tipo de pasatiempos que el tipo aquel ideaba mañana y tarde, como él mismo comenzó a explicarle al del Megane. Mientras el hombre confeccionaba y resolvía pasatiempos, su esposa había encontrado esa otra ocupación artística y de esta forma dedicaban los dos todo el tiempo que había dejado de robarles el trabajo de una estación de servicio. De vez en cuando, había dicho la mujer, grupos de niños de infantil y primaria de los colegios de los alrededores hacían visitas con sus maestros y profesores y estos les hablaban del funcionamiento de una gasolinera. Los ciclistas también se apelotonaban de cuando en cuando para poner a punto las ruedas de sus bicicletas y muchas de las salidas se organizaban desde aquella isleta con surtidores.
            Las últimas palabras del encargado fueron las que precipitaron la huida al volante del protagonista de aquel día de pesadilla. Por lo visto, el cuñado del empleado de la gasolinera había traído la negra a toda la familia y eso debía de ser contagioso. El hermano de su mujer, había asegurado el encargado, que ya estaba envolviendo una carátula de Melón Diesel para aquel simpático cliente del Megane, había montado un puesto de hamburguesas y salchichas en una urbanización del pueblo. Después de una inversión extraordinaria y un trabajo extenuante, el cuñado, que era un primo, había recibido un tremendo varapalo. Aquellas casas las había comprado un reputado miembro de la asociación de veganos de la provincia y eso había atraído a muchos que querían encontrar un espacio en donde compartir creencias y modos de vivir y entender la vida. No había vendido ni las patatas fritas. Desde entonces, continuaba el empleado con los ojos brillantes, secándose furtivas lágrimas en un rollo de papel impecable que no había manera de que se gastara, Huesca se transformó en peatonal y la gasolinera empezó a convertirse en un oasis inútil en medio del desierto automovilístico de la ciudad. Era la isla desierta en la que nadie se atrevía a desembarcar. En el momento en que había llegado aquel cliente, la pareja de la gasolinera no pudo reprimirse y al atemorizado conductor del Megane ya le habían puesto un nombre: Miércoles. Quizá si no le hubieran contado esto último a aquel hombre no habría desaparecido para siempre.

sábado, 26 de octubre de 2013


Concierto de Raphael (Huesca es ya peatonal)



PEATONALIZACIÓN (IV)


–Perdone usted. Creo que nos hemos equivocado.
– ¿Por qué lo dicen? ¿Qué estaban buscando?
–Mi hija solamente quería echar un vistazo a la nueva colección para la temporada de invierno…
–Entonces han venido ustedes al sitio indicado. ¡Arturo!

            La muchacha agarró con fuerza el asa corta del bolso bandolera de su madre, la única que se había atrevido a hablar con aquel tío mazas que acababa de dejarlas junto al mostrador. En esa tienda de ropa cara, en lugar de una jovencita de modales delicados, se habían encontrado con que quien las atendía parecía un armario empotrado. El  hombre aquel, todo fibra y músculo, era uno de los cincuenta seleccionados en las entrevistas que se habían desarrollado en los últimos dos meses para ocupar los puestos de dependientes en todas las tiendas de ropa de la zona recién peatonalizada. Desde que los camiones de reparto habían sido prohibidos, eran necesarios brazos fuertes para cargar con las necesidades y caprichos de los clientes que danzaban al compás de la moda. Lo importante no era ya vender el producto, sino encontrar a alguien que pudiera distribuirlo y cargar con él, una vez cerrada la venta.
            Salió, por fin, el tal Arturo de la trastienda, con varias bolsas y unos porta trajes y acompañó a las dos mujeres hasta su casa. Les daría conversación durante el largo trayecto hasta el hotel en donde se alojaban aquellas distinguidas señoras y ellas, por fuerza, dejarían una buena propina. Cuando llegaron a las cuatro esquinas, una manifestación les salió al encuentro. Era la marea blanca.

            – ¿Qué es esto? –preguntó extrañada la hija.
            –Es una manifestación. Tenemos que apresurarnos ahora que está la marea baja, porque en cuanto enfilen el Coso Alto y suba la marea ya no habrá manera de llegar al hotel. –El joven Arturo veía con buenos ojos la posibilidad que había ofrecido la peatonalización en la ciudad, porque todas aquellas muestras de libertad y democracia se desarrollaban sin cortes de tráfico ni indignación ciudadana. Pero el trabajo era el trabajo.
            – ¿Por qué no vamos por la calle del Parque? –sugirió la señora, un poco atemorizada con tanto alboroto.
            –No es mala idea, mamá. He oído que lo han declarado Parque Nacional. Y venía en la guía de los nuevos planos de la ciudad que nos han dado en recepción. –La muchacha había estudiado a conciencia toda la información sobre la ciudad en donde había acudido con su madre para ver al ídolo de ambas, que cantaba en el Teatro Olimpia aquella noche.
            –Como quieran –se limitó a decir Arturo, cambiándose de mano los dichosos trajes, que eran incómodos de llevar.
            La calle del Parque había sido declarada Parque Nacional  porque era un ejemplo vivo de la biodiversidad en hábitat urbano, según palabras del ministerio. En efecto, semáforos para automóviles y bicicletas, pasos de cebra para peatones, carriles para bicis y aparcamientos de zona azul, con máquinas expendedoras que podían controlarse con sutiles mecanismos para aumentar las horas de aparcamiento, formaban tal variedad vial que era un ejemplo para la convivencia ciudadana. Además, los estorninos, aves consideradas un símbolo más de la ciudad, habían escogido, tras la tala de los árboles del parque que delimitaba aquella calle, los semáforos y señales de aquella calle para posarse y saludar desde allí a los viandantes.
            Desde los colegios aledaños y la Escuela de Magisterio, alumnos de todas las edades organizaban visitas a la calle del Parque para observar a las distintas especies que convivían en aceras y calzada. Análisis científicos, estudios sociológicos y estadísticos que nacían de las aulas universitarias se daban la mano con un ramillete de dibujos de los niños de Infantil y Primaria y un haz diverso de redacciones y escritos de alumnos de Secundaria y Bachillerato. Los más pequeños, aquellos que se habían criado en una zona peatonal de la ciudad, aprendían de manos de sus maestros en aquella atmósfera cargada de sorpresas en la que todo podía ocurrir. Muchos de ellos veían por primera vez en acción aquellos vehículos de cuatro ruedas que ya no podían encontrar cerca de sus hogares.

            Por fin llegaron al hotel. Esa tarde noche cantaba Raphael en el Olimpia y la señora no quería dejar ningún cabo suelto. Dejó a la niña con las bolsas y al conserje con los trajes y llamó al simpático y musculoso muchacho antes de que desapareciera por la calle. El ingenuo de Arturo pensó que ahora venía la propina. Se equivocaba.
            -Mira, chico –la estirada de la señora miraba con firmeza al muchacho-, no quiero entretenerte más. Solamente quería preguntarte si sabías si esta tarde va a haber otra manifestación como la que ahora hemos visto. Lo digo porque tengo la intención de acudir al concierto con el vestido negro que he comprado, y no me gustaría…
            –La marea negra no se manifiesta nunca en fin de semana, no se preocupe. –Era indignante lo de la pija aquella. El chico quiso tomarle el pelo porque se lo merecía. –Hace bien en preguntar. La actuación de Raphael del viernes tuvo que ser suspendida porque el buen hombre, que se alojaba también en su hotel, al recorrer a pie los metros que lo separaban del teatro, se vio arrastrado por la marea negra y no hubo forma de dar con él entre toda aquella muchedumbre con camisetas negras.
            –Qué alivio. Entonces me vuelvo tranquila. Raphael en nuestro hotel. Tengo que hablar con Piluca.


miércoles, 29 de mayo de 2013


¿Y si nunca alcanzamos a ver los hechos que nos ocurren?



EL AÑO DE LA SERPIENTE

AÑO 2013. (UNO).

            La decoración y los adornos no dejaban lugar a dudas. Era la víspera del Año Nuevo chino y toda la familia estaba sentada ya a la mesa. Todos excepto el padre de familia. Las dos niñas, Xiaoyan y Lili, de cinco y ocho años, contenían la respiración. Habían estado toda la tarde pintando “chun lian”, las coplillas de la “fiesta de la primavera” que, según la tradición, era preceptivo que inundaran toda la casa. Las pequeñas se morían de ganas por enseñárselas a su padre y empezar a colgarlas por todas partes. Su madre, la esposa de Jian, les pedía más paciencia, aunque ella misma comenzaba a sentirse turbada, inquieta. ¿Dónde se había metido su marido? ¿Qué hacía todavía en el trastero de la casa, revolviendo cajas, desordenando estantes, ensuciando rincones y sacando a la luz el polvo que hibernaba desde hacía más de diez años? A cada golpe que venía de aquel cuartucho le acompañaba en el comedor un mohín de fastidio de la mujer, un apretar los labios y bajar los ojos, un arrugar el mantel de vistosos colores, un romper otro cachito de la servilleta de papel que reproducía la figura de una serpiente en actitud amenazante.
            Ella no quería alarmar al anciano, el abuelo de las niñas, quien había empezado la aventura en tierra española, hacía casi treinta años, fondeando su “sampan” en las serenas aguas del seco Aragón. La señora de la casa tenía al suegro a su derecha, dando cabezadas en el sillón, el único asiento cómodo de la casa. Por el venerable anciano se mantenían en aquel hogar oscense las tradiciones; por él las niñas recibían sus clases particulares de chino en la trastienda del bazar del fondo de la calle; por él continuaba la nuera anclada al discreto restaurante “La muralla”, cuyo rótulo competía en originalidad, en esta tierra de acogida, con el apellido Martínez o los nombres de pila Paco, Manolo o Pepe.


            Pepe era, de hecho, el apelativo por el que todo el instituto había conocido a José Rous, el que fuera profesor de Educación Plástica y Visual del Instituto de Secundaria Martín Cardiel. En aquella humilde ciudad del norte ya nadie recordaba a ese hombre apacible, tranquilo, conciliador que impartía clases de dibujo y que se desesperaba cuando explicaba a sus alumnos el punto, la recta, el alzado o la planta. Había dejado el instituto y la ciudad de repente, envuelto en una nube de versiones –“tergiversiones” las denominó un buen compañero suyo de departamento- tan inverosímiles como disparatadas. Nadie supo nunca qué cadena de acontecimientos llevó a este docente, casado y padre de dos criaturas, a hacer las maletas de buenas a primeras y marcharse de Huesca con toda la familia al punto más alejado del país, cuanto más lejos mejor de su ciudad natal, de ese instituto, de ese barrio y de ese edificio de tres plantas, un local social y un pequeño restaurante chino cuyos dueños atesoraban el noventa y cinco por ciento de las sonrisas del bloque de viviendas.
            Ahora Pepe, dueño de una tienda de serigrafía en Tarifa, querido en el barrio y víctima todavía –habían pasado la friolera de doce años- de la burla y la mofa por su acento fino del Norte, que salía a relucir en las letrillas de cada carnaval, no era capaz de apagar la televisión y disfrutar de una siesta en su propia casa. Se encontraba solo, jugando al ajedrez con el televisor, con más de la mitad de las fichas de su conciencia comidas. La hija mayor, Lucía, que ya había cumplido veintisiete años, se había marchado al trabajo e Isabel, su esposa, no volvería con Miguel del colegio hasta bien entrada la tarde. Tenían reunión con la tutora de 1º de ESO, y a esa le gustaba darle al pico más que a un cantero. En todos estos años Pepe no había puesto un pie en un instituto de Secundaria, desde que saliera por la puerta del Martín Cardiel de Huesca aquella lejana mañana de finales de enero. La mañana más fría de toda su vida. En todos estos años nunca había asistido a acto alguno del instituto tarifeño en el que matriculó a sus hijos, ni siquiera participó en la graduación de la mayor, un año más tarde de lo que hubiera correspondido, a causa de una repetición presumiblemente motivada por las dificultades de adaptación que supuestamente arrastraba aquella niña aragonesa.
            Tampoco compartió el antiguo profesor las primeras actuaciones escolares del pequeño Miguel, que había llegado al mundo como una edición inesperada de un rotativo, ni lo acompañó en sus fiestas de principio y fin de curso, los carnavales, las celebraciones del colegio… Las diferentes actividades extraescolares veían, desde la mirada acuosa y difuminada del pequeño, una butaca vacía junto a una madre trasplantada con prisas hasta aquel clima de sol y viento, que lloraba siempre, aparentemente, de alegría y de orgullo desde el patio de butacas.

            Idénticos sentimientos podían aplicarse hoy a esa otra madre, la turbada esposa de Jian, quien se había obstinado en continuar su búsqueda en un rincón del trastero, retrasando el momento del encuentro familiar en torno a la mesa. Al fin, la mujer se rindió. Las niñas dieron saltos de alegría y encendieron el televisor. Xiaoyan se hizo con el mando de la tele y demostró a su hermana menor y a su desperezado abuelito el virtuoso dominio que ejercía sobre el mando a distancia. Buscaba un canal de dibujos, no obstante, enseguida un gesto del anciano le obligó a retroceder. La televisión española echaba un reportaje sobre culturas ancestrales y las imágenes metían en casa los verdaderos orígenes de esta familia asiática. Las niñas no ocultaban su asombro ni el viejo aventurero su enternecimiento. La mujer de Jian, ajena a imágenes y sonidos de cometas voladoras, ríos de gente saltando y gritando, colores, fuego y silbidos de artificio, continuaba arañando el mantelito de papel que cubría la mesa de su comedor. ¿Por qué no aparecía de una vez su marido? ¿Qué era lo que retenía a aquel hombre callado, silencioso y triste que la había elegido como esposa como quien decide estudiar una carrera y no ceja hasta obtener título y oficio? Jian le había hecho una ceremoniosa ofrenda de su cuerpo, y prueba de ello eran las dos criaturas que seguían delante de la tele con la boca abierta. Del alma de su esposo, sin embargo, ella no había recibido toda la entrega, ni siquiera los primeros  fascículos. Los sentimientos de su marido eran como las polvorientas cajas que seguían encerradas en el trastero. La diferencia es que estas hacían ruido y aquellos no hablaban ninguna lengua que ella pudiera reconocer.

            No era la familia de Jian la única que ponía a tender sus preocupaciones delante del aparato de televisión. En esta hora a la que el antiguo profesor de dibujo  se abandonaba a sus temores y tentaba a los parásitos que inquietan el alma, la cadena nacional continuaba ofreciendo el triste consuelo de un documental sobre culturas ancestrales, aprovechando que se celebraba en el mundo oriental el “Lichun”, el comienzo de la primavera. Un espectáculo sobre la danza del dragón ofrecía al espectador en estado de sopor un juego fascinante de luces y colores, de gritos y silencios emocionados que una terca voz en off trataba de traducir. Pepe, a punto de caer vencido por el sueño, no pudo esquivar el aguijón envenenado de un recuerdo mal cicatrizado. No podía ser que ya hubieran pasado doce años de aquello.

            En esta misma hora, en efecto, en el extremo opuesto del país, ni la impaciencia de las niñas, ni la desazón de la esposa, ni las exigencias que el respeto, la educación y el ejemplo imponían, lograron sacar de su ensimismamiento al hombre que continuaba atrapado entre el contenido de aquellas cajas. En el trastero, envuelto en una nube de polvo y humedad, Jian descubría lo que quedara del sobre rojo que una vez fue portador de sus sentimientos más ardientes. Una mueca, irónica y consciente de su carga de fatalidad, asomó a sus labios. El recuerdo iba a afear y exagerar el rictus del hombre que perdió para siempre, en la gramática de la experiencia, el significado del sustantivo “juventud”, del adjetivo “enamorado” y del adverbio “eternamente”. Hacía exactamente doce años de aquello, en un tiempo pretérito, aunque el hallazgo de aquellas cajas y del sobre lo incluían irremediablemente en la categoría de pretérito imperfecto.

AÑO 2001. (DOS)
           
            Todo comenzaba un 23 de enero de 2001, la víspera del año de la Serpiente. En la cultura oriental, llamar a una persona serpiente, especialmente a una mujer, es algo positivo y significa atracción sexual, cariño, ternura. El padre de Jian aleccionaba a ese muchacho avispado y trabajador en el que se había convertido su niño mientras le ofrecía un sobre rojo lleno de monedas, y le hablaba de futuro, de amor, de sueños que se viven con los sentidos bien despiertos. A Jian su padre lo había traído consigo a España cuando apenas contaba con unos meses, y lo había criado con solicitud y abnegada dedicación. Al principio lo ayudó una mujer de la que nunca llegó a saber el nombre y que desapareció un buen día. Jian fue creciendo y el negocio de su padre también. Ahora el restaurante daba sus beneficios y los diecisiete años del muchacho lo convertían en un joven apuesto, trabajador y lleno de ilusiones. El padre de Jian había cuidado y protegido ambas semillas y las dos se enraizaban en una cultura y una tradición que el muchacho daba muestras de acoger, respetar y venerar.
            Jian había hablado con su padre y le había expuesto, sin atropellos pero sin giros ni rodeos, la cuestión que lo atormentaba. Se había enamorado de una chica. No, no la conocía. Claro que era guapa, pues no se habían inventado adjetivos para describir su belleza y “hermosa” o “perfecta” no tomaban siquiera la salida en la carrera de los calificativos. Quería sorprenderla y declararse transmitiéndole su profunda emoción como él le había contado que hacían los antiguos. El padre sonreía con un gesto que podía remontarse muchos siglos atrás y procedía a describir a su hijo la tradición del sobre rojo y del fuego, de los nombres escritos en tinta y las palabras vivificadas por las llamas, las promesas que ascendían como enredaderas por los jóvenes enamorados. El chico se inclinó ante su progenitor y mostró en la distancia su profunda gratitud. El padre volvió a la cocina y escondió una lágrima, que algún cliente saborearía aquella noche en la sopa del menú, siempre y cuando pidiera el número tres, el siete o el ocho.
            Salió Jian del restaurante y se acercó al portal contiguo. Marcó el segundo derecha y esperó. Enseguida se oyeron pasos por la escalera. Jian empezó a ponerse nervioso y a pasarse la palma de las manos por la pernera del pantalón. ¡Menos mal que a las chicas se les saludaba en este país con un beso! Entre otras razones, aparte de las obvias, era de agradecer que no tuviera que tenderle la mano a Lucía y descubriera la humedad vergonzante y el sudor irreverente que le provocaba siempre su presencia. La chica, de quince años esplendorosos, sonreía, enfundada en un forro polar rojo, unos vaqueros negros y unas botas que taconeaban los últimos compases del intermedio de la función que cada tarde representaban ambos. Se conocían desde siempre, pero no hacía ni dos meses que habían hablado por primera vez, se habían pasado números y correos y habían terminado compartiendo cada tarde. Gran parte de la culpa la tenía el padre de Lucía, don José Rous, el profesor, al que Jian nunca se atrevería a llamar Pepe. Eso lo supo desde el primer momento.
            Lucía estudiaba en el instituto Martín Cardiel, en donde su padre impartía clases de Dibujo. Una tarde había encontrado en el buzón publicidad del restaurante que se alojaba en los bajos del edificio, y la chica le había dejado caer a su padre que no sería mala idea hacer algo así. Pepe, alargando el brazo para recibir la octavilla, comprendió lo que quería decir su hija. En la hojita de publicidad venía una complicada tabla en caracteres chinos, con su traducción, y unos dibujos con las distintas festividades y cada uno de los animales que constituían su peculiar calendario. El profesor estuvo realizando bocetos y barajando proyectos hasta bien entrada la noche. Al día siguiente les planteó a sus alumnos un trabajo sobre la cultura china, sus símbolos, sus señas de identidad a través de la iconografía. No fue ninguna sorpresa que la niña decidiera acudir al restaurante de abajo para pedir ayuda al simpático y tímido muchacho que escondía sus manos y bajaba los ojos cada vez que la veía aparecer. Resultó que Jian tenía una voz preciosa, unos brazos fuertes y una sonrisa de la que podía colgarse una muchacha sin necesidad de tocar suelo. Ya no hubo una sola tarde en la que faltara ninguno de ellos a su cita con las tradiciones orientales y los ronroneos adolescentes.
            Aquello había ocurrido a finales de noviembre. Un mes y pico después de aquella noche en la que vio la luz el proyecto del segundo ciclo de la ESO para el segundo trimestre del curso, el profesor de Educación Plástica y Visual descubría  también en el buzón un sobre de color sepia y contenido alarmante. No se lo dijo a su mujer, que acababa de dar a luz al pequeño Miguel y aún estaba algo débil y bastante sensible, ni por supuesto a Lucía, que se había marchado con el muchacho del restaurante hacía unos minutos. El mensaje no era en rigor una amenaza, ni siquiera un aviso. Sin embargo, contenía una frase tan cortante que hubiera podido ella solita rasgar el sobre y liberar su contenido. Don José Rous, presidente de la comunidad de vecinos del bloque en el que vivía desde hacía años, releía unas palabras que se le enroscaban en el interior de su alma: “tomamos nota de su posición”.
            Se referían, no tenía ninguna duda, a la decisión mayoritaria de la comunidad de propietarios de prescindir del servicio de limpieza contratado por la Administración de Fincas cuyas atribuciones recaían desde ahora en la Comunidad de vecinos del edificio. Llevaban años quejándose del servicio y los precios competían con la indignación de los propietarios por alcanzar el ático de la paciencia vecinal. El profesor de dibujo había sugerido desentenderse de la Administración y conseguir que la gestión fuera exclusiva atribución de la Comunidad. Solamente un vecino había evitado la unanimidad. Las limpiadoras, cuyos puestos de trabajo estaban amenazados,  no iban a borrar fácilmente este desaire.
            Esa misma noche ocurrieron más cosas. Era muy tarde. Toda la fachada había enmudecido y tan solo una luz hablaba a la ciudad dormida desde la segunda planta del edificio. Abajo, en el restaurante chino, el padre de Jian dormitaba sobre un sillón amoldado a su cuerpo, sumido en recuerdos y añoranzas que durante el día no era capaz de desear ni de recrear. Su mente se bañaba en otros soles y se perfumaba de palabras por cuyo significado no era necesario preguntar. En el resto de viviendas del edificio, los vecinos reposaban sus jornadas y la oscuridad los arropaba sin encontrar resistencia. Pero una bombilla chillaba con sesenta watios desde el segundo piso y un inquilino se revolvía ansioso entre las sábanas y las piernas de su esposa. Tenía grabada en su cabeza aquella frase punzante, que le había herido como un latigazo inesperado, que le había envenenado con su mordisco repentino. Además, un murmullo escalaba por el edificio, un cóctel de gritos, juramentos y carcajadas, el inequívoco registro de la jerga adolescente. Don José conocía algunas de esas voces, pues las había mandado callar más de una vez, las había enviado al Jefe de Estudios y consignado por escrito en no pocos apercibimientos. De hecho, entre esa jauría le llegaba nítido el aullido de dos alumnos que habían puesto el grito en el cielo hacía treinta o cuarenta días, cuando descubrieron que no iban a superar la asignatura si no se tomaban en serio el trabajo sobre las tradiciones y la cultura oriental. Ellos habían esperado pasar con la táctica de otros años, no hacer nada durante el curso y entregar la mañana de la evaluación todas las láminas atrasadas, encargadas a autores anónimos que se prestarían a colaborar con la causa.
            Inquieto, desde la cama, Pepe repasaba aquellas caras del fondo de la clase, teñidas de recriminación y de desprecio, que tal mañana de noviembre, el día en que les presentó el proyecto a los de tercero, le habían asaltado, descubriéndole el epicentro del conflicto venidero. Dos repetidores y tres simplones formaban la manada. Desde entonces, y hasta esta misma noche de duermevela angustiosa, el grupo había permanecido inalterado, las amonestaciones habían aumentado progresivamente y la esperanza de una tregua hasta final de curso se había volatilizado. El profesor había aprendido a leer entre los tacos y las risotadas y sabía perfectamente que, esta misma noche, tarde o temprano, su nombre o cualquiera de sus motes ofensivos iba a ascender hasta la ventana de su habitación. Aquellos vagos y maleantes habían elegido el césped de debajo de su casa para confabularse contra él. ¿O es que alguno de ellos vivía también en el edificio? Demasiada casualidad.
            Finalmente, don José apagó la luz de la mesilla, besó a su mujer, palpando cariñoso la barriguita que mostraba las señales de un parto aún muy cercano en el tiempo, suspiró aliviado y reconoció que nada de aquello, carcajadas o improperios, notas, amonestaciones, avisos o cartas vecinales, iba a empañar la emoción que había traído el recién nacido y el orgullo que sentía por esa adolescente a la que cada vez entendía menos y quería más. El pequeño Miguel, que no había cumplido un mes, les estaba dando unas noches muy tranquilas, y la madre dormía plácidamente casi desde el parto. Lucía, de quince años, debía de estar también soñando con lo que Don José prefería no aventurarse a imaginar, allí en su habitación, entre su desorden ordenado. Pensar en sus hijos, sentir a su mujer junto a su cuerpo descompuesto le dispensó finalmente la paz que necesitaba, la serena conciencia de que todo marchaba como debía entre esas cuatro paredes del edificio, y disipó definitivamente las borrascas amenazantes del exterior, proporcionándole al bueno de Pepe el sueño reparador que merecía.

            Pepe cayó dormido. El pequeño llevaba un rato haciéndolo y la mujer del profesor tampoco parecía estar despierta. Lucía, sin embargo, ni estaba dormida ni estaba en su habitación, aunque no andaba muy lejos. En el restaurante de los bajos del edificio, el padre de Jian dormitaba también, perdido en su ensoñación sin subtítulos y Jian y Lucía continuaban hablando entre susurros, sobre una de las mesitas para dos del discreto establecimiento. El joven, un par de años mayor que ella, le explicaba algunas de las costumbres propias de la víspera del Año de la Serpiente, que no volvería a producirse hasta dentro de otros doce años. La serpiente traía suerte, y él estaba convencido de que era un afortunado. Lucía le pedía ahora que volviera a hablarle de lo del sobre rojo y las monedas, y del farolillo de papel. Jian sonrió y dejó escapar una mueca que no hubiera podido pasar por alto su padre. Siempre que mentía se sacaba de paseo la lengua por la linde de los dientes superiores. Lucía no podía saberlo y se creyó a pies juntillas la romántica y maravillosa historia del amor y las llamas.
            Es tradición que en el Año Nuevo los más mayores entreguen a los más jóvenes un sobre rojo con monedas en su interior, deseándoles así que el nuevo año les obsequie con la suerte que se merezcan. Además –y allí entraba la versión que el romántico muchacho había improvisado esa misma tarde, mezclando diferentes tradiciones para su propósito-, en el momento en que la persona más joven retiraba las monedas y las colocaba en su mano derecha, el que había hecho entrega del sobre rojo podía darle la forma de un farolillo y prenderle fuego para quemar los vestigios del pasado y alumbrar con luz vivificadora un futuro cargado de esperanza… y de amor. Esta última palabra la pronunció sosteniendo la mirada de la chica, haciendo un esfuerzo notable por no bajar los ojos, a los que la timidez y la fábula inventada empujaban con todas sus fuerzas. Lucía cogió la mano del muchacho, aún tensa y temblorosa, la acarició hasta que desapareció la agitación. Después acercó su rostro al suyo y lo besó. Sus ojos, al separarse, volvieron a enfocar el rostro del otro y entonces Jian comprendió la pregunta que flotaba entre los dos y quiso darle respuesta.
            Se levantó con brusquedad, tomó el sobre y las monedas, se metió en el bolsillo un mechero y arrastró a Lucía fuera del establecimiento. Tenía que ser hoy mismo, ahora mismo. ¿Dónde había de realizarse el ritual? Junto a la casa de quien iba a recibir las monedas. No, no era necesario entrar en ella. Valdría con ponerse muy cerquita de la puerta. Todo lo explicaba Jian subiendo las escaleras hasta el segundo piso, como quitándose de encima las palabras, arrojándolas como ropa  que se desprende del cuerpo con violencia. Se sacudió el muchacho la imagen, que le llevaba a otros pensamientos menos puros y se sentó delante de la puerta del segundo A. Lucía se colocó a su lado, frente a su casa. Desde allí podría ser capaz de escuchar la respiración entrecortada de su padre, vencido ya por el sueño, peleándose todavía con las pesadillas de la vigilia. Ninguno de los dos había escuchado las risotadas, las blasfemias ni los brindis de cerveza y calimocho. Metió Jian las monedas en el sobre y se lo entregó a la chica. Ella descargó aquel contenido en su mano derecha y devolvió el sobre vacío al muchacho. Con una agilidad y destreza que Lucía imaginó sobre un envoltorio diferente, hecho de tejido y no de papel, los dedos del muchacho fabricaron un coqueto farolillo que depositaron sobre el felpudo de Ikea. Jian sacó el mechero, prendió fuego a aquella figura roja de papel y dejó que Lucía recostara la cabeza sobre su pecho. Las llamas, insaciables, no se contentaron con el rudimentario farolillo. El felpudo comenzó a arder y entre risas y expresiones de sorpresa, los jóvenes bailaron claqué hasta que la oscuridad marcó el final del espectáculo.

            Al día siguiente, el primer día del Año en el calendario chino, el 24 de enero del 2001, todo sucedió a tal velocidad que ninguno de los protagonistas de los acontecimientos tuvo tiempo de recibir todas las piezas del puzzle, ordenarlas y colocarlas en el lugar preciso. Por esa razón, doce años después de aquello, las incógnitas continúan siéndolo y las explicaciones siguen sin visitar a ninguno de los actores de este drama. Los sucesos pueden ordenarse cronológicamente, pero no es posible para las víctimas de sus consecuencias alcanzar el sentido que aún encierran. Les queda únicamente el veneno del recuerdo, la picadura del misterio, el brutal mordisco de la pérdida.
            Aquella fría mañana el pequeño seguía durmiendo y la niña remoloneaba aún entre las sábanas, mientras la mujer del profesor calentaba un tazón de leche y observaba por enésima vez su figura frente al cristal de la ventana de la galería. Pepe había salido ya para el instituto, sin afeitar, sin dormir apenas, sin haberse metido nada en el estómago. Había cerrado con fuerza la puerta de la casa. Pudo haber alcanzado el ascensor o enfilar sus pasos hacia las escaleras, como todas las mañanas, pero no lo hizo. El felpudo estaba hecho una pena, lo habían quemado y había sido víctima de una especie de ceremonia maléfica. Nada más llegar al portal de la casa, podía haber hecho como cualquier día, empujar, salir, disfrutar del paseo matutino hasta el trabajo. Pero no lo hizo. Se paró frente a los buzones y se entretuvo leyendo los nombres de los vecinos. Había un apellido que le era familiar, que coincidía con el del dueño de una de las voces de la algarada nocturna. El único vecino que se había opuesto a la “decisión” causante de la indignación de los servicios de limpieza. Los signos, las señales se empujaban dentro de su cerebro. Salió a la calle. El chaval del restaurante chino le dio los buenos días, como cada mañana, aunque podía apreciarse una sonrisa bobalicona, más exagerada que de costumbre.
            El rastro del botellón nocturno enervó al profesor. La hierba estaba arrancada, las colillas formaban un polígono irregular e insultante y las botellas de cerveza, resacosas, tomaban el sol de la mañana y alardeaban insolentes de borrachera. Las caras, las voces, los berridos de anoche le acompañaron hasta la puerta del instituto. Podía haber tenido clase con otro grupo, pero ese día los tenía a primera. Podían haberse quedado en sus casas a dormir la mona, sin embargo, todos acudieron a la clase de plástica, con los ojos perdidos y el cuerpo aletargado. Seguían sumándose variables a la ecuación que nublaba la mente del profesor. Podía haber seguido con la clase, terminado la jornada, acariciado a su mujer, jugado con el pequeño, besado con dulzura la frente de su Lucía. No fue así. Primero fue una bronca y una amonestación verbal a uno de ellos. Después vinieron dos expulsiones y tres llamadas de atención que terminaron con los cinco en el despacho del director. Hicieran lo que hicieran tenían la asignatura suspensa. Hicieran lo que hicieran. No se preocupe, no, que haremos algo, vaya que si haremos algo…

            El teléfono sonó a las tres en punto de la tarde para comunicar el incidente. Lucía no había llegado todavía a casa, pues estaba entretenida con el muchacho del restaurante. Nunca hubieran sospechado ambos que esta iba a ser la última vez que sintieran sus cuerpos ni comulgaran sus almas. Antes de que la mujer de don José descolgara el auricular, el bebé rompió a llorar, anunciando la información que estaba por llegar. Una inesperada paliza. Un callejón repleto de contenedores. Cortes y heridas superficiales, contusiones. La voz al otro lado del teléfono arrancó de la esposa una promesa. Sería un viaje solo de ida. Sería una ausencia inevitable sin tiempo para una despedida. Aquella fue la mañana más fría de aquel invierno. También la más inexplicable.

AÑO 2013. (TRES).

            Han pasado los años, y el frío ya no es ni la sombra de lo que era. Desde el cuartucho del establecimiento se oye el llanto de un hombretón de casi treinta años  y su mujer, que no puede separar de sus dedos los pedacitos rojos de papel, siente en sus entrañas el dolor de no saber a qué atenerse. Así solo se llora por amor, se repite, mientras limpia las lágrimas de su esposo, que nunca ha mostrado ni siquiera algo parecido hacia ella. Las niñas comen voraces y el abuelo vuelve a sumergirse en un sueño que permanece inalterable desde hace décadas. Jian se está preguntando por qué no le dijo algo más aquel mediodía, por qué no la besó una última vez, por qué su padre tuvo que enviarlo a hacer un pedido al pueblo más perdido de la montaña, por qué se estropeó la furgoneta y tuvo que pasar la noche fuera de la ciudad y no pudo regresar para verla partir definitivamente.

            Las mismas preguntas se hace, a unos mil kilómetros de distancia, en este Nuevo Año de 2013, la joven ortodoncista en la que se ha convertido la hija de don José, ex profesor de instituto. Se las hacía todos los días y todos los días se olvidaban de traer la respuesta. Una vez terminadas las clases de aquel día triste, tras pasarse por el restaurante y decir adiós a Jian,  Lucía había llegado a casa a tiempo para asistir a un ataque de nervios de mamá, una visita de una ambulancia y un parte de lesiones que se le quedó grabado, con fecha, firma y número de registro. Luego habían venido las órdenes secas de su madre, las maletas, el viaje. Todo había ido tan rápido que, hasta que no pararon en el kilómetro 103, con casi la mitad del recorrido cubierto, Lucía no se había puesto a pensar en el chico. A partir de entonces, el nombre de Jian revolotearía por su cabeza a cada hora, a cada minuto, a cada segundo.

            Hoy, como hace doce años, Pepe sigue pensando lo mismo. No había sido más que un susto, de acuerdo, pero no podía permitir que la amenaza recayera sobre su familia, sobre su niña, su mujer o el pequeño. Por eso había actuado como lo hizo. ¿Fuego a las puertas de su propio domicilio, mientras duermen su esposa y sus dos hijos? De ninguna manera permitiría que aquello volviera a suceder. ¿Las agresiones? No le importaban, no había visto nada ni a nadie, ni falta que había hecho. Quien estuviera detrás de todo esto iba a perder la ocasión de causar un daño mayor. Pepe recordaba ahora, delante de las imágenes de celebraciones de fuegos artificiales y colores chillones del programa cultural de la 2, lo rápido que fue todo, la mudanza, el viaje agotador, el hostal de los primeros días, el piso cochambroso, los ojos de toda la familia en modo “lágrimas” casi de manera permanente. Y se acordó del dichoso trabajo sobre el calendario chino y se acordó también del año de la serpiente. La palabra suerte reptó hasta sus oídos y se hizo un ovillo. La voz de la retransmisión repetía, como un disco rallado, sobre las imágenes de su recuerdo, una y otra vez, la misma palabra suerte.

jueves, 23 de mayo de 2013


Las nuevas tecnologías pueden echar por tierra el trabajo de un profesional



El día que estrené el What´s app

            Me muevo extraordinariamente bien entre la oscuridad. Desde que era un renacuajo que no levantaba dos palmos del suelo, siempre me he creído capaz de intuir cualquier obstáculo y esquivarlo sin ninguna complicación, por muy vendados que lleve los ojos o por muchas luces apagadas que me rodeen. En mi infancia, nada tierna, el escondite, la gallinita ciega y todas las versiones que puedan ocurrirse de esta clase de juegos infantiles no eran sino el escenario de mis triunfos. Los ganaba a todos, incluso a aquellos que se consideraban mayores para jugar con niños menores de su edad. Ya no soy ningún niño y pocos me considerarían joven, pero sigo siendo igual de habilidoso. Tan diestro y tan ágil como una gacela o un corzo entre las piedras que se apostan en la pendiente de un ribazo. Sin embargo, esta noche la torpeza se había adueñado de mi cuerpo y mi mente navegaba por océanos imprevisibles. La culpa era del what´s app. 
            Laura y yo llevábamos saliendo solamente unos meses. Apenas nos habíamos contado nada el uno del otro pero estábamos tan bien juntos que cuando a mí se me ocurrió la idea de que se viniera a mi piso no nos costó más de día y medio llevar a término el traslado. Ciertamente, con lo del móvil había sucedido algo parecido. Fue ella la que me comentó esta misma tarde que era una tontería que me cerrara ante lo inevitable. Le di la razón e inmediatamente le entregué el teléfono móvil. Bajó la aplicación en unos segundos y dejó instalado el what´s app sin apenas pestañear. Recuerdo haber visto bailar esos dedos suyos sobre la pantalla táctil como si el joven Travolta estuviera echando un duelo coreográfico al mismísimo Elvis. Recogí de sus expertas manos el Samsung Galaxy Ace que ella misma me había regalado para mi cumpleaños y volví a introducirlo en mi bolsillo. Fue justo antes de salir de casa para venir al trabajo.
           
            Por eso mismo se me hace tan incomprensible su comportamiento de esta noche. Laura sabía perfectamente desde hacía tiempo que cuando me toca trabajar soy una persona absolutamente entregada. Me considero un maniático de mi profesión y no concibo que nadie, sea quien sea, se plantee la posibilidad de interrumpirme o distraerme. Ella sabía mejor que nadie que la noche iba a ser larga, pues conocía de sobra que cuando le avisaba de algún horario nocturno no debía molestarse en preguntar nada. Cuando el trabajo estuviera terminado ya me encargaba yo de hacérselo saber. Se ponía contentísima, he de reconocerlo, y no solamente por el regalito que acompañaba mi regreso a nuestro nido. De verdad notaba en sus miradas y en su reacción el verdadero semblante de un amor sincero. Ella me quería y yo lo supe desde el principio.
            No obstante, apenas me había despedido de ella en el distribuidor humilde de nuestra casa, sonaba ya aquella pequeña piedra caída en el lago que algún listillo había considerado una melodía genial para el aviso de mensaje. Sonó justo cuando estaba saliendo de mi edificio. De hecho, llegué a pensar que el estómago del vecino le jugaba una mala pasada mientras me abría educadamente la puerta de la calle. Volvió a sonar unos minutos después, cuando salía del coche y me dirigía al bloque de pisos en donde me tocaba trabajar. Por supuesto decidí ignorarlo también. En un cuarto de hora ya estaba aparcando prácticamente en la mismísima puerta de mi destino, y un par de minutos después me encontraba en el ascensor, señalando con el dedo el 5º C. Me acompañaba ahí dentro una señora bastante impertinente que observaba sin ningún disimulo mi facha y mis movimientos. Recuerdo que se quedó mirando el botón que había apretado nada más subir, como si algo la inquietara. Cuando por fin abandoné a la mujer, que me había pedido que presionara el botón del ático con una voz peor engrasada que las compuertas del mismísimo ascensor, el ruidito de mi bolsillo volvió a sonar. Dos veces seguidas. Todo tenía un límite.
            Me quité el guante para manejar el móvil con más comodidad. Todos los mensajes eran de ella. Incrédulo todavía, decidí leerlos. Laura me enviaba una foto de la caja de herramientas, que había dejado en mitad del pasillo, a medio abrir. Había un comentario muy suyo, que no me hizo maldita gracia. “Siempre tan ordenado”. Y alguna chanza más. ¿Qué demonios le pasaba? Iba a volver a guardar el teléfono cuando llegó otro mensaje. Me sorprendió que no fuera otra bromita de mi novia, que ya me había dejado constancia en el último what´s app de mi tremendo descuido. Había olvidado la linterna que ella misma me ayudó a elegir hacía unas semanas en nuestra visita mensual al Lidl. Aquello no me hacía ni pizca de gracia. Me estaba haciendo mayor y Laura, tan jovencita todavía, no parecía demostrar ni una gota de sensibilidad en ese asunto. Pensé en que, al menos, el propio teléfono móvil me iba a sacar del apuro. Conocía la aplicación. Eso bastaría. Siempre y cuando se interrumpieran los dichosos mensajitos.
            Porque el mensaje que descubría ahora en el aparato no era, precisamente de la guasona de mi novia. Ni de lejos. Se trataba de un antiguo colega de cuando trabajé en la capital, que me daba la bienvenida a la era electrónica como si yo fuera un troglodita de una subespecie menos avanzada. El mensaje no podía ser más socarrón ni su mensajero más indeseable. Levanté la vista en aquel pasillo mal iluminado y conté hasta tres. Me calmé. Entonces la luz se encendió, pero no vi a nadie. Esperé a que se apagaran por sí solas. Sabía exactamente cuánto tardarían y funcionaron al milímetro. No era la primera vez que trabajaba en el edificio. Iba a volver a lo mío cuando los pensamientos que todavía no habían abandonado mi cerebro le dieron al botón de rellamada. Las gracias de Laura y el latigazo de mi antiguo compañero de curro resonaban en mi conciencia.

            No suelo perder los nervios bajo ninguna circunstancia y siempre me he caracterizado por alejar de mis obligaciones cualquier atisbo de preocupación personal o de cualquier índole. Pero esta noche no pude controlarlo todo. Con los dos últimos mensajes punzándome el orgullo, las dos réplicas elegantes que se me ocurrieron en ese preciso momento, envuelto en la oscuridad artificial de la quinta planta, habían tomado unas posiciones que iba a ser difícil desbaratar. Si no hubiera hecho un verdadero esfuerzo de dominio personal, habría hecho estallar una carga de insultos y reproches envenenados a los artífices de aquella bromita de conversación incompleta. Me salvó entonces mi profesionalidad y el autocontrol, que es marca de la casa. Prueba de ello es que, impasible, decidí ignorar el móvil, a Laura y al gracioso de Andrés “el informático” y concentrarme en mi trabajo.
            Ya estaba dentro cuando volvió a sonar el ruidito dichoso de la piedra zambulléndose. Otro amigo había decidido unirse a la fiesta. ¿Qué aparato maléfico me había regalado Laura? Lo más curioso es que Pedro “el invisible”no se dirigía a mí sino que le soltaba una pulla a Andrés, hincha feroz del Madrid. Quise apagar el móvil pero contaba con el haz de luz que este podía proporcionarme. De todas formas, tenía muy claro que no iba a contestar a ninguna de las idioteces que estaba leyendo a través del teléfono. Tampoco me planteé responder a Laura, que me había mandado un montón de iconos que a ella debían de resultarle muy graciosos, pero que no tenían ningún significado para mí. Considero inútil siquiera describirlos y admito que los más de veinte caracteres animados todavía golpean a las puertas de mi cabeza buscando una interpretación que ya no llegará nunca.  

            Debía de llevar más de treinta minutos trabajando cuando el móvil pareció volverse loco. Despertó de su letargo y se vio aquejado de violentísimas sacudidas. Evidentemente, las piedras con vocación de suicidas volvieron a chapotear a mi alrededor. Me llegaron cinco mensajes prácticamente seguidos. El Barça y el Madrid eran objeto de dardos envenenados con apariencia de caracteres de pantalla táctil. Las ligas, las copas, los astros y sus familias venían a irrumpir en mi jornada y a aumentar la tensión que de por sí exige el oficio. Mis dos ex compañeros de faena se encendían en una discusión acalorada y perdían enseguida los papeles, si es que así puede expresarse en esta fastidiosa era digital, para acabar diciéndose de todo a través de las ondas. Había insultos, imágenes obscenas y muchos iconos denigrantes que no tenía la menor idea de dónde los habían sacado. Perdí la concentración y me juré no volver a usar nunca la dichosa maquinita que, no voy a negarlo, iluminaba a las mil maravillas. Quise comprobar si era posible desactivar la jodida aplicación o, por lo menos, evitar sus continuas interrupciones. 
            No había manera de silenciar aquello. A la enterada de mi mujer se le podía haber ocurrido explicarme cómo eliminar aquel tono de aviso o al menos cómo desconectarme delwhat´s app infernal. Mis dedos comenzaron a ofrecer muestras de nerviosismo y mi serenidad empezó a resquebrajarse, pues más de dos veces estuve tentado de lanzar el móvil contra el suelo o arrancar la batería de sus mismas entrañas. Entonces me llegó otro mensaje. Leí atónito el de de una pareja de amigos de Laura, todo sonrisas y convenciones, detalles y comprensión empalagosa, explicando un plan que les parecía divino proponernos, a nosotros y a otras tres parejas más. Enviaban una fotografía de una casita rural en un pueblo encantador con un nombre que de por sí evocaba ríos y montañas, un atractivo sendero y unas vistas de ensueño. A la imagen le faltaba un lacito en una esquina y unas palabras del concejal de turismo. Lo que me faltaba. Ya era suficiente. Necesitaba concentrarme en lo mío y el móvil había pasado de fútil distracción a adquirir categoría de estorbo innegable.
            Cuando iba a apagar el teléfono descubrí el temblor en los dedos de la mano derecha. Normalmente cualquier imprevisto en mi trabajo recibe de mi parte una respuesta proporcionada y llena de cautela. Este ligero temblor no era un buen presagio. Estaba más que desconcentrado y el nerviosismo se había atrincherado en mis posiciones y ademanes, pues por poco había tirado al suelo una lamparilla que adornaba una mesita baja. Estaba claro que lo que el sentido común dictaba era abandonar aquel lugar y olvidarme de seguir con el curro. Tenía que volver a casa y retomar la tarea pendiente en una ocasión más propicia. Sin más miramientos. La ambición fatua nunca me ha caracterizado y no iba yo a abandonar aquel lugar con el espíritu de aquellos conductores obsesionados con su propio vehículo, que miran y remiran, provocándose casi un esguince en el cuello, temerosos de perder de vista aquello que idolatran. Sencillamente, dirigiría mis pasos hasta la puerta de entrada y me volvería a mi casa.
            De repente volvieron a la carga los what´s app. El Barça daba mala gana, el Madrid daba más pena todavía y la casa tenía una pinta estupenda. La parejita de Teruel, que yo ni siquiera conocía, no tenía planes para ese fin de semana y confirmaba su asistencia mientras que mi novia, pasando olímpicamente de lo que yo pudiera opinar, nos apuntaba a ambos y felicitaba a los organizadores por la iniciativa. Entre las amistades a los que se les proponía el maravilloso fin de semana rural había un tipo que nunca he podido tragar y que, eso fue lo más irritante, mandaba una imagen del escudo del Barça y un lema que ponía a los del equipo rival a caer de un burro. Entre mis manos, cada vez más temblorosas, la piedra se zambullía tantas veces que parecía que un ser superior le estaba haciendo ahogadillas desde las alturas.

            No sé por qué lo hice. Sigo dándole vueltas y no me reconozco en aquella reacción tan alejada de mis habituales decisiones taimadas y sopesadas. Lo más razonable habría sido apagar el móvil, salir de allí y bajar sin levantar sospechas por las escaleras o directamente por el ascensor. No hubiera tenido ninguna dificultad en llegar al coche y volver a mi casa, saludar a Laura, no sin cierta frialdad en el semblante, y envolver su precioso regalo con tarifa plana de internet en una linda bolsa de basura, no sin antes hacerla renegar de amistades y planecitos cursilones e idílicos. Todo lo que hubiera sacado de esta triste noche hubiera sido un agarrón de la chica y dos o tres días de mutismo incómodo que habríamos arreglado como se arreglan siempre estas cosas. Ahora no tiene remedio, pero habría sido tan fácil evitar que esta horrible noche no hubiera concluido como lo ha hecho…
            El caso es que todo se torció. Entré al trapo. Me puse de los nervios. Arranqué con un mensaje que envié a todos los contactos de la agenda, que eran más de cien, y defendí a mi equipo, ataqué al contrario, insulté a bastantes y dejé propinas para todos. Que nos dejaran en paz los abogados de los planes para otros y que nos respetaran los hinchas aburridos y enteradillos. A Laura le ponía que la quería, solamente que ciento cincuenta y pico caracteres después de haberla llamado pesada e inoportuna, protagonista y portavoz sin voto previo, regaladora de objetos absolutamente despreciables. Entretanto, mis perlas también se sumergían en ese mar de receptores sin vida propia y llegaban a mi Samsung Galaxy Ace las respuestas airadas o sorprendidas de un grupo cada vez más nutrido de contactos descontentos. Nada podía frenarme. Los mensajes que más me costó responder son los que Laura me enviaba. Podía imaginar tan vívida su cara y sus labios fruncidos, tan reales sus brazos como aspas agitadas que quería concentrarme en las palabras y pensar mucho el contenido de los what´s app a ella dirigidos. A todo esto, culés y merengues soltaban una barbaridad tras otra, y entre tantas pedradas comunicativas lanzaba yo mi honda y hería a varios de vez.
            Tan ensimismado estaba yo y tan pendiente de no dejar carta sin respuesta que ni siquiera me percaté de que un teléfono comenzó a sonar. ¿Cómo era posible? Por supuesto que no debía cogerlo. Eso era una tontería. ¿Por qué me estaba dirigiendo inconscientemente hasta el origen de aquella llamada telefónica mientras continuaba trasteando con mis dedos desenguantados en la pantalla táctil de mi propio móvil? Dejé unwhat´s app en el que Laura me decía que ni se me ocurriera llegar a casa en esas condiciones en las que me imaginaba ya, fueran las que fueran, y alcé el teléfono fijo para responder a la llamada.
            -¿Cómo que qué pasa? ¿Qué le pasa a quién? ¡Váyase al carajo! – dije, y colgué el aparato. Para entonces, maravillas de la comunicación, tenía ya cinco what´s app sin leer. Antes de mirar si había terminado de enviar el que le estaba escribiendo a Laura, me llegaron tres más. Mi amigo Pedro, “el invisible” me preguntaba si seguía en activo, y recordaba entre comillas nuestras últimas faenas en la capital. El chico era tonto y “el informático” más todavía, pues enseguida se sumaba al grupo para alabar mi discreción, mi buen hacer y lo que había aprendido al trabajar todos esos años a mi lado. ¡Dios mío! ¿Pero qué estaba haciendo? Tenía que irme de allí ahora mismo. Era demasiado tarde.

****

            La vecina aquella iba acompañada de dos agentes que habían sido avisados hacía una hora y que llevaban apostados a las puertas del domicilio del señor Martínez de Martín desde hacía veinte minutos. La llamada la había realizado desde el móvil de la vecina del ático uno de los policías, cuyo gesto de asombro no se había borrado aún de su cara, al recibir respuesta. Nada se había sustraído del inmueble, pero todos los papeles importantes mostraban signos evidentes de haber sido manoseados. Solamente encontraron huellas de la mano derecha, que coincidían a la perfección con las que en la comisaría central en Madrid delataban al delincuente conocido como “el silencioso”, al que le esperaban más de cinco años en prisión. Aquel ladrón de guante blanco entregaba ahora sus pertenencias y se desembarazaba de ellas casi con alivio. El móvil Samsung  Galaxy Ace fue lo primero de lo que se deshizo. Lo que más chocó a los agentes fue que el susodicho ladrón suplicó por favor que no le permitieran hacer ninguna llamada. 

domingo, 12 de mayo de 2013


Relato basado en unas vacaciones en Rinlo (Lugo) con dos de Huesca y dos de La Almunia.



RINLO
I
-¿Qué es eso, mamá? –La niña mira la bandeja humeante y se mantiene alerta.
-Deja de poner caras y pruébalo, anda. Verás como te gusta. –Responde la madre, mirando de reojo a su marido, que parece absorto. -Pregúntale a tu padre cómo hay que comerlos. Y si te portas bien, quizá te cuente una bonita historia.
-¿De verdad? ¿Y de qué trata? ¿Salen princesas y castillos? –Ahora la niña dirige toda la atención hacia su madre y por ello capta la instantánea que muestra a su mamá haciendo un guiño a Severino, que parece haber salido de su ensimismamiento.
-No, cariño. Pero ocurrió en estas tierras…
-O mejor en estos mares. –Rectifica y habla por fin el marido. Una vez arrancado el motor de su garganta, parece que nadie va a poder frenar el vehículo de su historia. Nadie, salvo el recuerdo.
-¿Salen piratas? ¿Verdad que salen piratas? ¿Piratas y princesas?
-No la tengas en vilo, Seve, que luego no habrá quién la acueste. –Mónica dirige una mirada de reprobación a su marido, aunque entiende que no le sea fácil enfrentarse a aquella historia. De hecho, han tenido que pasar más de ocho años para que pudiera convencerlo y hacer este viaje desde La Almunia, su pueblo. –Empieza de una vez, y ya os aviso cuando los percebes estén listos. Todavía echan humo.
-¿Sabes la playa en la que acabamos de bañarnos esta mañana? –El padre espera a que la niña asienta con rotundidad. Después, toma aire y comienza a narrar su experiencia. –Allí empezó todo, antes de que tú nacieras.
-¿Pero salen piratas? –Interrumpe la niña.
-Hay un poco de todo lo que has dicho, hija. Será mejor que escuches a tu padre. –Mónica coloca suavemente su mano sobre la rodilla de Severino, sentado justo enfrente de ella, y le anima para que continúe. Se escucha el ajetreo de la plaza, un hervidero de gente que triplica el número de residentes invernales del pueblo. El restaurante de la Cofradía de Rinlo está a punto de hacer pasar a sus comensales del tercer turno y la marea comienza tímidamente a retirarse de la orilla, ante el mutismo de una decena de vehículos mal aparcados. Seve agradece el gesto de la mujer y sonríe también a la pequeña, que se ha olvidado por completo de la ración de percebes. La brisa veraniega parece haberse detenido también, pues no quiere perderse las palabras de Severino.

II
            “Era la primera vez que visitaba la provincia de Lugo y el plan se acomodaba perfectamente a mis expectativas: playa, descanso, buen tiempo y buena compañía. Tu madre no se había atrevido a venir conmigo y con tu madrina, Ana María, que se había echado un novio de Huesca, de quien había partido la invitación para pasar con ellos unos días en este maravilloso pueblo costero. También se había sumado al grupo un hermano del novio, Eulogio, con el que iba a compartir habitación. Mamá se quedaba en el pueblo, terca como ella sola, empeñada en sacarse una asignatura de la carrera que no ha llegado a terminar todavía, perdiéndose la aventura que estaba a punto de comenzar.
            Fue tu madrina la que me dio la noticia nada más montarnos en el coche. Se había prometido con Crisanto, que así se llamaba el afortunado muchacho, y se iban a casar en unos meses. Al menos eso es lo que pregonaba reluciente el anillo que el oscense le había regalado. El otro chico, Eulogio, su hermano mayor, conducía un Golf con más golpes que un gag de Martes y Trece. Los cuatro estábamos felices, con la ilusión de quienes saben que, alejándose de la rutina, los corazones se acercan y la alegría se desborda. Ni siquiera el egoísta mensaje de tu madre recordándome que no estaba allí para compartir este viaje conmigo; ni siquiera la fría recepción en el hotelito anexo a la plaza del pueblo, cuando su dueño, el palista, sin mirarnos a la cara, nos metió a cada uno en nuestras habitaciones; ni siquiera el calor húmedo y pegajoso que se instaló en mi cuerpo pudieron desdibujar la sonrisa de mi rostro. Esa noche caí como un tronco y nada pudo perturbar mi sueño. Después de aquella noche, ya no pude volver a dormir del tirón nunca más.
            Debes saber que en esta tierra se descubren cosas que no existen en La Almunia, ni en ningún sitio de los que conoces. Aquí hay manjares exquisitos que nunca habrás probado y aguas bravas que hacen que nuestros baños en la piscina municipal se queden a la altura del betún. El mar es poderoso, ya lo has visto. ¿Recuerdas cómo te has sentido esta mañana mientras nos sumergíamos en el agua? También yo experimenté algo parecido en aquel viaje. Crisanto y Eulogio sintieron lo mismo y los tres se lo quisimos transmitir a Ana María, pero no conseguimos que tu madrina metiera los pies en el agua. El mar, la playa, la marea y esta brisa que hoy disfrutamos nos acompañaron durante aquellos días. Junto a ese descubrimiento portentoso, el otro gran secreto de este lugar nos visitaba puntualmente a la hora de las comidas. Hoy probarás los percebes y, como yo entonces, preguntarás cómo demonios se comen. La parte más graciosa de nuestras vacaciones tiene que ver precisamente con la peculiar manera de engullir percebes con la que nos sorprendió el chico de tu madrina. Pero allí se acabó lo chistoso del asunto. Antes de que termináramos aquella comida y sacáramos algunas fotos del plato de las sobras de Crisanto -¡se había comido prácticamente todo el percebe y solamente había dejado la uña!- me tuve que ir a la habitación porque me había dado un atracón de zamburiñas, otro de los platos que probaremos aquí, y no me habían sentado muy bien que digamos.
            Unos golpes secos y unos alaridos punzantes me arrojaron de la cama. Una histérica Ana María me contaba a trompicones lo sucedido. Los dos hermanos y el baño en el mar. La siesta fatídica, el agua imprevisible, la marea que se había llevado a su prometido y el hermano con heridas y golpes entre las rocas. Crisanto había desaparecido. Eulogio tenía las piernas y el tronco cubiertos de arañazos. Parecía el Ecce Homo de Borja, ni más ni menos. Salí de la habitación e intenté calmarla. Era imposible. Nunca había visto a una mujer de La Almunia con esa angustia pintada en la cara y Ana María había perdido hasta el color blanco que de por sí ya tenía como seña de identidad. Lo primero que hice fue acercarme hasta la recepción del hotel. Pregunté al palista, que me juró y perjuró que no sabía de quién estaba hablando. Ana María estaba hecha una furia y yo di un golpetazo seco con la palma abierta sobre la barra. ¿Cómo podía caber en nuestras cabezas aquello que se empeñaba en afirmar? Según él, no había visto en su vida al chico del que le hablábamos y juró por la Santiña que no reconocía al chico de la imagen de la cámara que tu madrina le mostraba incrédula.
            Crisanto había hecho la reserva. Crisanto había hablado con él. Crisanto se había acercado el día de nuestra llegada hasta el mostrador o barra o lo que fuera aquel lugar desde el que el palista se empeñaba en llevar la contraria a la mismísima evidencia. Mientras tu madrina se derrumbaba sobre la mesita yo, junto a la ventana, me percaté de que aquel hombre con pintas de piragüista olímpico y con un carácter más seco que la mojama no había levantado su rostro hacia nosotros para dedicarnos una sonrisa, responder a un saludo o solicitar nuestros carnés desde que habíamos llegado. De hecho, dudaba yo entonces de que hubiera podido ver las decenas de imágenes en las que aparecía Crisanto que tu madrina había plantado delante de los ojos del dueño del hotel, de unos ojos negros, oscuros como el fondo de las rocas de las playas que habíamos visitado, vacíos como las cuencas muertas de un hombre ciego.
            No te asustes, cariño. Perdona si al final la historia se vuelve un tanto turbia. El agua de estos mares trae a veces manchas que lo llenan todo de miseria y de tristeza. También se lleva en ocasiones pedazos de nosotros mismos. Así ocurrió con nuestro compañero. ¿Te alarmas? Es este el momento cuando empezó la auténtica aventura, la historia de piratas y princesas que tanto has insistido en que te contara. Con Eulogio en el Centro de Salud del pueblo más próximo y con Ana María más relajada después de una serie de tilas que el palista no quiso cobrarnos –ni yo habría pagado, por supuesto-, descubrimos a uno de los peculiares habitantes de Rinlo. Se trataba de un marinero, Rosendo, que se ofreció a ayudarnos nada más relatarle nuestra desgraciada aventura.
            Rosendo lucía una cabeza rapada y brillante y de sus orejas colgaban dos zarcillos dorados. Sus ojos eran grises y profundos, y la piel de su rostro parecía hecha de arenisca sometida a la erosión implacable de la mar, el viento y todos los elementos. No sabría decirte qué edad tenía, ajado como se mostraba el rostro del marinero, pero su voz no tenía nada de grave ni circunspecta. Un acento gallego de una musicalidad infantil venció el primer temor que recibimos Ana María y yo cuando nos abordó en aquel bar/recepción del hotel. Su ropa era de lo más estrafalaria y los guiños que de vez en cuando se le escapaban hacia turistas e inquilinas del establecimiento nos mantenían en un estado continuo de inquietud y alarma. Sin embargo, enseguida su labia y sus ademanes ganaron nuestra confianza.
            Cayó, lánguida, la tarde. Unos pasos de botas de cuero con punta rematada de metal se alejaban de nosotros. La puerta se cerraba tras la sombra que proyectaban unas espaldas anchas y unos brazos musculosos, y una cabeza coronada por un sombrero de vaquero del cantábrico. Sobraban las palabras. Era el momento de la acción. Aquel marinero había tomado la determinación de subirse a su barca y recorrer cueva por cueva y cala por cala toda la extensión de costa en la que podía haber calado nuestro amigo. ¿Te imaginas la estampa? Una noche de luna menguante y una barquichuela de pescador surcando con parsimonia las aguas del Cantábrico. El marinero, erguido, aguza la vista y los sentidos en busca de un movimiento de mar inesperado y un obstáculo de huesos, músculos y tendones, aún con aliento, ansiando ser encontrado.
            Tu madre no me cogió esa noche el teléfono, supongo que por los nervios del inminente examen. No la culpé entonces y no la culpo ahora. Tu madrina lloraba y se acurrucaba entre el que había de ser su cuñado, semiconsciente y drogado por completo, mientras yo no me separaba de la ventana de la habitación y me inventaba las vistas de un mar que, generoso, devolvía con vida al bueno de Crisanto. Así pasé la primera noche. Las diez restantes no fueron muy diferentes de aquella. Por fin, regresamos a La Almunia. Eulogio se incorporó al trabajo y Ana María tuvo que ir a un especialista que, inmediatamente, le extendió una baja. Yo volví a la inmobiliaria y todos nos esforzamos en seguir con nuestra vida, muy pendientes de las noticias que Rosendo se había comprometido a facilitar desde Rinlo.
            ¿Te acuerdas de la pregunta que me ha hecho tu madre esta mañana, cuando hemos dejado las toallas en las piedras tan lisas de la cala de los Castros? La respuesta no se la he dado entonces pero quiero que tú y tu madre la tengáis ahora. Aquel fue el lugar en donde la marea sorprendió a mis tres acompañantes y donde el mar arrebató con fiereza al que estaba destinado a ser el marido de tu querida madrina. Los dichosos percebes y las zamburiñas habían impedido que me hallara presente cuando la desdicha vino a cebarse sobre nosotros. ¿Me había salvado la vida aquella indigestión? ¿Habría evitado yo el trágico desenlace de su baño vespertino en la cala de los Castros si no me hubieran sentado mal aquellos crustáceos que hoy vas a probar por primera vez? Me hice esta y mil preguntas parecidas durante semanas y no conseguí obtener ninguna respuesta o más bien me encontré acorralado por demasiadas contestaciones divergentes. Quiero ahorrarte el sufrimiento y la espera infructuosa que sentimos todos los del grupo y que tu madre soportó también, aliviando en parte mi dolor.”
III
            “Habían transcurrido dos meses y pico desde la desaparición de Crisanto cuando llegó el email. No tuve valor de leerlo solo y desde el despacho llamé a Eulogio y a Ana María, que había empezado a trabajar una semana antes, aunque todavía no conciliaba el sueño por las noches y soportaba una mezcla de aturdimiento y tristeza que le concedían un aspecto fantasmal. Recuerdo que siempre me dices que la madrina es muy blanquita y, aparte del color de la tez, blanco, níveo de nacimiento, gran parte de la culpa la tiene toda esta historia que te estoy contando. Pero me estoy desviando de los acontecimientos. ¿Por dónde estaba? Sí, el correo electrónico.
            Eulogio vino desde Huesca y nos encontró en la casa de Ana María. Habíamos llorado y habíamos reído. Nos habíamos abrazado cientos de veces y en uno de esos bruscos movimientos había desencajado yo la pata de la silla que tenía tu madrina frente al ordenador de su casa. Su madre había venido a preguntarnos si estábamos en nuestros cabales y, en cuanto le dimos la noticia, corrió a avisar a los vecinos y a compartir información y sentimientos. Su marido se echó inmediatamente a la carretera y enganchó el Patrol y a sus otros tres hijos y se lanzaron sobre Ricla y otras localidades cercanas porque el corazón se les salía de su propio pueblo. La alegría estaba perfectamente justificada. Crisanto estaba vivo, aunque eso ya lo sabemos nosotros y su boda, un poco más tarde de la fecha prevista originariamente, todavía está en boca de media comarca.
            ¿Te has fijado en esa cicatriz tan fea que tiene Crisanto en la palma de la mano? Claro que sí. Si quieres saber cómo se la hizo y qué fue lo que le ocurrió te aconsejo que escuches el mensaje que nos envió Rosendo el mismo día en que sus andanzas por el mar dieron por terminada la búsqueda que había iniciado tan valientemente. Imprimí el correo electrónico la misma tarde en que lo leímos en el pueblo y lo metí en la cartera cuando salimos de La Almunia anteayer. Voy a leerlo aquí mismo, tan solo a unos metros del hotel en el que, en nuestro accidentado primer viaje, fuimos sorprendidos por el carácter y el corazón del marinero. Os ahorraré algunas expresiones en gallego y más de una palabrota impronunciable, pero el contenido y la gracia de Rosendo se mantienen intactos.
            “Ya está, ya está. Sano y salvo, más fresco que una lechuga y con muy buen color. Ahora mismo saldremos para ese pueblo suyo de Aragón, en cuanto me entere bien de cómo llegar hasta allá. Un muchacho de Foz nos acompañará porque dice que tiene GPS y así me llevo el coche de su padre. Es buen zagal, aunque tiene cierto retraso. Pero antes de que Tommy y yo partamos para su aldea, les adelanto cómo fueron las cosas. Tienen que tener muy buenos contactos por ahí arriba, porque parece que se pusieron de acuerdo la Santiña y la Pilarica para conducir mi humilde barca. El chico está descansando abajo, poniéndose púo de percebes, que mi madre prepara como ninguna otra en todo Rinlo. Tengo unos minutos. Me basta.
            No supieron decirme ni un solo rasgo físico de Crisanto, ni enseñáronme foto alguna de él. Supongo que no estaban para otra cosa que para desahogarse ante alguien como yo y confiar en la buena voluntad que les mostré. Tampoco les pregunté. No hacía falta. Cuando salí por la puerta del Hotel tenía muy claro que si aprovechaba el punto más bajo de la marea, podría recorrer la costa desde el coche esa misma noche. Si había alguien allí, no podría ser otro que el desaparecido Crisanto. No hubo suerte. Tuve que probar con el barco. Volví a recorrer una por una, esta vez desde el mar, todas las calas que hay desde Ribadeo hasta las playas de las Catedrales. En muchas ocasiones crucé las playas a nado, buscando rincones escondidos y cuevas oscuras entre las que podía encontrar algún rastro. Inútil. Probé varios días más. Ninguna respuesta.
            Tampoco tuvieron éxito mis interrogatorios y nada pesqué de mis pesquisas. Soy muy bueno acercándome cariñoso a las muchachas y, haciéndolas sentir cómodas, sorprenderlas con una pregunta que no pueden negarse nunca a contestar. Alguna se asustó y reaccionó violentamente, pero muchas se apiadaron del pobre Crisanto y se compadecieron  sinceramente de nuestra aventura. Conversé con todas ellas, que son más observadoras que los hombres de este pueblo, las invité a cafés y manzanillas, las regué de Ribeiro y las endulcé con Crema de Orujo, pero nada. Hasta bailé con las más descocadas, en este y otros pueblos, pero nada saqué en claro. Ni sabían de quién hablaba ni podían ayudarme.
            Debí llamarles entonces y pedirles que me enviaran algo, una foto, una descripción, lo que fuera. No hizo falta. Un marinero que es capaz de estar más de seis meses en alta mar para ganar un buen sueldo y poder vivir el resto del año felizmente en su pueblo sabe muy bien de qué está hecho el silencio. Callé, escuché, bebí a veces más de la cuenta, pero las palabras que esperaba, unas veces despierto, otras no tanto, aparecieron por fin. Las escuché, las paladeé y dejé que mis oídos se regocijaran con la dulce resaca que arrastraban. Sucedió anoche.
            Se habían cumplido entonces más de dos meses desde que tuve mi conversación con ustedes, y ya no me dejaban entrar en los bares ni restaurantes del pueblo. No me quedaba un euro del dinero que generosamente me enviaron, el frío se estaba metiendo en el pueblo y la gente ni siquiera disimulaba su desprecio ante mí. Por eso me encontraba yo, silencioso, agazapado tras un matrimonio joven y un carrito de niño, más protegido que el percebe desde el Prestige, con mi litrona y un bocadillo, ignorando las miradas de resquemor de los mozos de la Cofradía de pescadores. No la veía, pero una señora se reía a mandíbula batiente de un muchacho que tenía a su lado. Entre carcajadas y un hipo desenfrenado que se apoderó de la vieja, las palabras abrieron mis ojos, mis esperanzas y las de ustedes. Porque en ese momento se me vino a la cabeza no el recalentado contenido de aquella Estrella Galicia, sino la conversación que mantuvimos el día de la desaparición de Crisanto; porque vi claro quién era el joven del que se mofaba la anciana, aunque aún no lo tenía delante ni había descubierto lo que las rocas habían hecho con su mano; porque las palabras de la vieja despertaron en mi cerebro la imagen desconcertante que provocaron ustedes cuando me contaron la anécdota del chico comiéndose enteros los percebes; porque pude levantarme y presenciar yo mismo, frente a un plato de uñas sin más restos ni más sobras, al joven desaparecido que se hacía llamar Crisanto y que mordisqueaba absorto la parte másdura del crustáceo.
            Esta misma mañana me ha contado el chico sus andanzas. Tendrán tiempo de curarlo y de arreglarlo. No se acuerda de nada. No sabe por qué lleva dos meses trabajando en un campo con la viuda chismosa que le paga un sueldo y lo mantiene. Ignora que no pertenece a este mundo y que su vida está en Huesca, que tiene padres y un hermano, una mujer con la que está prometido y un amigo que confió en un marinero que ha cumplido con su promesa. Y esta noche o esta madrugada, cuando lleguemos con el coche, la promesa será una realidad. Como que me llamo Rosendo.”

IV
            Han transcurrido varios años desde aquella aventura y allí mismo, en el lugar exacto en el que el marinero reconoció a Crisanto, Severino y Mónica se miran, con ojillos de Albariño y de nostalgia. La niña está sentada sobre los muslos de su padre, que aún sujeta con firmeza el correo electrónico impreso en un papel amarillento. La niña duerme. Ha dejado de comer percebes y el plato de su padre atesora los restos de ambos. La brisa es más fuerte y ya no se está tan a gusto cuando el sol vuelve a soportar el manto de las nubes. Mónica recuerda por todo lo que pasó Ana María, su vecina, su mejor amiga, hasta que Crisanto se reencontró a sí mismo. La propia Mónica acaba de conocer una verdad que había estado oculta todo este tiempo. Seve, su Seve, también necesitaba buscarse en este precioso lugar, encontrar un sitio entre las terrazas de este rincón del mundo y poner delante de ella y de su hija los recuerdos de aquella experiencia. Pero hace frío y es hora de volver al hotel. La pareja se levanta de la mesa y pide la cuenta.
            -Están ustedes invitados. –El camarero sonríe, cabeza pelada y dos aros colgando de sus orejas, una elegante camisa blanca, con ribetes dorados en las solapas, y en su rostro se enciende una mirada desde la que aquella pareja y aquella niña de cinco años, si se asoman, pueden mirar directamente al mar.